Es
Tras un decepcionante día laboral el regreso a casa se convirtió en una cita con mi propio pensamiento. Caminé observando cómo se aglomeran los Food trucks en la acera. Llegué a las escaleras del Metro y descendí por ellas a toda prisa.
Era inevitable reflexionar mis vicisitudes mientras el tren arribaba. Ese periodo suele ser mucho tiempo en estos días, y en ese momento no fue la excepción.
Mientras el tren se llenaba hice algunos cálculos. Demasiada medición matemática y estadística como para que valga la pena contarlos. Tenía una idea clara de mis objetivos y un propósito para motivarme.
Lo que lucía descaradamente difuso era el plan a ejecutar para desembocar en el éxito. Nada es tan simple como desearlo, uno tiene que saber labrar camino para avanzar entre los incontables contratiempos que se oponen a que consolidemos nuestras metas.
Resultaba que mi situación entonces era, en buena parte, un motivo suficiente para que la ansiedad que reclamaba un cambio, se manifestara.
Tomar el Metro de Caracas es un desafío diario que pone a prueba voluntades e instinto de supervivencia. Afortunadamente ese era uno de los días favorables a una hora de baja afluencia.
Entré al vagón y, mientras lo hacía, vi de reojo como a mi derecha los usuarios que pensaban abordarlo daban un brinco y se apresuraron a la puerta por donde yo ingresaba.
No es raro que algunas puertas estén bloqueadas en el Metro, y a la hora de abordar muchos quedan pacientemente esperando a que abra, aunque nunca lo hace.
Algunos poco afortunados terminan perdiendo el tren por eso, mientras otros terminan desabordando en la estación equivocada porque perdieron la que les correspondía.
La funcionalidad actual de ese servicio, que alguna vez fue icónico y moderno, hoy hace sentir una inmensa frustración en quien se vea obligado a hacer uso de él. Lamentablemente se ha convertido en un símbolo del deterioro de la calidad de vida en Venezuela.
Casi a diario presencio el complicado modo de convivir de los usuarios del Metro. Empujones, golpes ligeros y la extrema proximidad con amplio contacto anatómico son tolerados como medida de empatía.
Todos quieren abordar el tren del Metro velozmente. No es extraño que en las horas pico uno se vea obligado a esperar el siguiente tren… Fue así tres veces.
Pero la puerta que no podía abrir, permitía la existencia de un pequeño espacio cómodo porque se desplazaban los usuarios hacia las puertas funcionales. Allí podía acomodarme tranquilo por al menos diez de las doce estaciones.
Durante el trayecto, vino a mí el recuerdo de mi último recorrido esa misma mañana. En ese momento se me hizo imposible no escuchar la charla de un sujeto de edad medía con una mujer joven.
Hablaba de los evidentes defectos del servicio y hacía un honesto recuento por los aspectos de su vida cotidiana que se han convertido en un completo caos. Narró como contrastaban sus ingresos hoy, y hace treinta años.
Era una de las muchas quejas que podíamos añadir a lo inadecuado que se había vuelto el uso del metro. Eran problemas reales que no parecen tener solución a corto plazo.
Alcanzamos una estación más, y al abrirse las puertas el tren fue abordado por una dama que arrastraba un bastón. Llevaba gafas oscuras.
Cuando se acercó se detuvo en un abrupto y comunicó con una suave voz ronca, casi imperceptible, que vendía encendedores.
En su relato se nos dejó saber un resumen del tiempo que había recorrido en la vida y entendimos con sus lamentos las peculiaridades de sus facciones.
Su voz era difícil de oír, pero se hizo ininteligible cuando su aire se fue en un suspiro y una lágrima fue capaz de cruzar la frontera de sus mejillas.
Un tumor le impedía articular sonidos correctamente, eso sumado a una parálisis parcial en su quijada. El Cáncer la había tomado. Por esa razón quería conseguir dinero vendiendo yesqueros. No lo hacía por alguna vanidad o banalidad, lo hacía para seguir viviendo.
Mis problemas me parecieron tan relativos en ese momento. No podía imaginar el nivel de espíritu de lucha que tenía en frente.
Muy pocos logran darle algo de escaso dinero en efectivo, algún fumador habrá comprado uno de los encendedores.
Al bajar del tren respiré el aire viciado del subterráneo y dirigí mis pasos hacia la escalera. Contemplé de nuevo mi realidad y lo que encontré parecía simple. Definitivamente mis problemas se sienten poco importantes.
Sé que la veré de nuevo en algún vagón más. Todos usamos el Metro por obligación, y allí confluyen muchos pesares que contrastan unos con otros.
Reflexioné mucho esa tarde, y dispuse un poco de tiempo para escribir lo que pasó. Pensé seriamente que alguien debía hacerlo.
La vendedora de encendedores:
La dama declama enérgica,
pero sus gritos parecen susurros.
Va contando sus verdades,
dejando a la vista sus heridas.
Vive ambulante entre subterráneos.
Vive en penumbra aún en el día.
Tanta fe, tan pura y humilde.
Exclama con leves suspiros.
Sigue su marcha la dama invidente
usando un bastón como guía.
Va vendiendo yesqueros
y comprando minutos de vida.
Eng
After a disappointing business day, returning home became a meeting with my thoughts. I walked watching the food trucks crowd on the sidewalk. I reached the stairs of the Metro and descended through them in a hurry.
It was inevitable to reflect a bit about my vicissitudes while the train finally arrived. That period is usually a long time these days, and that moment was no exception.
I made some calculations while the train was aboarded. Too much mathematical and statistical measurement to be worth counting. I had a clear idea and purpose to motivate myself.
What looked blatantly diffuse was the plan to execute to lead to success. Nothing is as simple as wishing, one has to know how to work the way forward between the countless setbacks that oppose us to consolidate our goals.
It turned out that my situation then was, in good part, enought reason for the anxiety that demanded a change to manifest itself.
Taking the Caracas Metro is a daily challenge that tests wills and survival instincts. Fortunately, that was one of the favorable days at an hour of low influx.
I entered the car and, while doing so, I saw sideways as on my right the users who planned to board it jumped and rushed to the door where I entered.
It is not uncommon for some doors to be locked in the Metro, and when boarding many remain patiently waiting for it to open, although it never does.
Some unlucky ones end up losing the train because of that, while others end up overflowing in the wrong station because they lost the one that corresponded to them.
The current functionality of that service, which was once iconic and modern, today makes you feel immense frustration in those who are forced to use it. Unfortunately, it has become a symbol of the deterioration of the life quality in Venezuela.
Almost daily he witnessed the complicated way of living of Metro users. Pushes, light strokes and extreme proximity with wide anatomical contact are tolerated as a measure of empathy.
Everyone wants to board the Metro train quickly. No wonder that at rush hour anyone can be forced to wait for the next train... three times...
But the door that could not open, allowed the existence of a small comfortable space because the users moved to the functional doors. There I could sit quietly for at least ten of the twelve stations.
During the journey, the memory of my last tour that morning came to me. At that time it was impossible for me not to hear the talk of a subject of average age with a young woman.
He talked about the obvious defects of the service and made an honest account of the aspects of his daily life that has become complete chaos. He narrated how his income contrasted today, and thirty years ago.
It was one of the many complaints we could add to how inadequate the use of the subway had become. They were real problems that don't seem to have a short-term solution.
We reached one more station, and when the doors opened the train was approached by a lady with a cane and dark glasses.
When he approached she stopped in an abrupt and communicated with a soft, almost imperceptible, husky voice that she were selling lighters.
In her story, we were told a summary of the time he had spent in life, and we understood with his laments the peculiarities of her features.
Her voice was hard to hear, but it became unintelligible when her air went out in a sigh and a tear was able to cross the border of his cheeks.
A tumour prevented her from articulating sounds correctly, that added to partial paralysis in her jaw. The cancer had taken her. For that reason, she wanted to get money selling tinderboxes. She did not do it for some vanity or banality. Shee did it to continue living.
My problems seemed so relative at the time. I could not imagine the level of fighting spirit in front of me.
Very little manage to give her some little cash, some smoker will have bought one of the lighters.
When I got off the train I breathed the stale air from the subway and directed my steps towards the stairs. I looked back at my reality and what I found seemed simple. My problems feels unimportant.
I know I'll see her again in some other car. We all use the Metro by obligation, and there come together with many sorrows that contrast with each other.
I reflected a lot that afternoon and set aside some time to write what happened. I thought someone should do it.
The lighters seller:
The lady declares, energical,
but their screams seem to whisper.
She's telling her truths,
leaving his wounds insight.
Live traveling between subways.
She lives in gloom even in the day.
So much faith, so pure and humble.
Shouts of slight sighs.
The blind lady goes on,
using a cane as a guide.
She's selling lighters
and buying life minutes.