Un día, José, un estudiante de una reconocida universidad, salió a dar un paseo con Héctor, un profesor a quien los alumnos consideraban un buen amigo. Mientras caminaban, vieron en el camino un par de zapatos rotos y desgastados que supusieron pertenecían a un viejo hombre que trabajaba en el campo de al lado y que estaba por terminar su jornada laboral. José le dijo al profesor: "vamos a hacerle una broma; escondamos los zapatos y luego nos ocultamos detrás de esos arbustos para ver su reacción cuando no los encuentre".
Mi querido amigo - le dijo el profesor - nunca es bueno divertirse a expensas de los pobres. Tú, que eres rico, puedes darle una alegría a este anciano. ¿Por qué mejor no colocas una moneda en cada zapato y luego nos ocultaremos para ver cómo reacciona cuando las encuentre?
José le hizo caso a Héctor y puso una moneda en cada zapato y ambos se ocultaron entre los arbustos. El hombre pobre terminó sus tareas y cruzó el terreno en busca de sus zapatos y su viejo abrigo. Al ponerse el abrigo deslizó el pie en el zapato, pero como sintió algo adentro, se agachó para revisarlo y encontró la moneda. Estupefacto, no sabía qué podía haber pasado. Miró la moneda, le dio vuelta y la volvió a mirar. Miró para todos lados, pero no veía a nadie.
Guardó la moneda en el bolsillo y se puso el otro zapato; su sorpresa fue doble al encontrar la otra moneda. Sus sentimientos lo sobrecogieron; se arrodilló y levantando la mirada al cielo, pronunció un ferviente agradecimiento en voz alta, hablando de su esposa enferma y de sus hijos que no tenían para comer y que debido a una mano desconocida no morirían de hambre.
José - el estudiante - quedó profundamente marcado por esta situación que vivió y se le llenaron los ojos de lágrimas.
¿No estás más complacido que si le hubieras hecho una broma?, dijo Héctor.
El joven respondió: "Me has enseñado una lección que jamás olvidaré. Ahora puedo entender algo que antes no entendía: es mejor dar que recibir".
