Tengo cicatrices.
Cicatrices que nadie puede ver.
Muchas de ellas, ocultas bajo mi piel.
Otras cuantas surgieron con el pasar del tiempo,
como la que tengo en una rodilla,
lo típico,
un raspón por una caída cuando era niña.
O aquella pequeña en la espalda baja,
esa no la recuerdo bien;
pero tengo mala memoria
así que tampoco me sorprende.
No me refiero a ese tipo de cicatrices.
Hay otras,
de las que a mí no me gusta hablar.
Me parece un asunto muy personal.
Pero,
¿y las cicatrices internas?
Los remaches que le has dado a tu corazón,
por cada ruptura y fallo amoroso.
Y las apuñaladas
que te han dado por la espalda,
aquellas que te atormentan
y hacen más pesada tu carga.
O los vicios a los que te has inducido tú mismo.
¿Nunca te has preguntado como queda tu interior?
Te causan más daño y te empujan más cerca del abismo.
Yo tengo todas y cada una de ellas.
Me he reconstruido tantas veces
que incluso ya perdí la cuenta.
¿Convertirme en una mujer maravillosa hecha de cicatrices?
No lo creo.
Al menos yo no lo soy.