El libro oculto | Relato

La lectura no solo nos recrea y entretiene, sino que nos permite aprender, crecer, evolucionar y conocer el mundo circundante y sus misterios. Pero, hay libros que jamás deberían ser leídos, porque se dice que la sola pronunciación de sus palabras podría invocar a seres desconocidos y horrendos, desatando las más terribles calamidades.

Photo by Chris Lawton en Unsplash

Papá siempre fue un hombre curioso, reservado y misterioso, amante de los libros y coleccionista de antigüedades. En uno de sus viajes por Turquía, se topó con antigua librería, la cual, aparte de sus valiosos libros de colección, tenía a la venta réplicas –de muy buena calidad– de algunos libros antiguos de gran renombre.

Luego de entablar una profunda conversación sobre literatura, religión y esoterismo durante el pre-cristianismo o cristianismo primitivo, optó por comprar una réplica del Codex Sinaiticus o la Biblia del Sinaí como comúnmente se le conoce, siendo presuntamente la Biblia más antigua y conservada, cuyas páginas originales están repartidas en diferentes partes del mundo.

Ese libro era su tesoro más preciado y coronaba el centro de la biblioteca, encerrado dentro de la caja de madera labrada en la que venía. Una sola vez había visto el fondo de la caja el cual estaba pintado con un mosaico con una escena de un mártir siendo crucificado de cabeza a cuyos pies estaba grabada la frase: “Veritas liberabit vos”.

Durante muchos años, la caja relucía en la biblioteca, pero era intocable. Solo papá podía tocarla, y los sábados sacaba su gran Biblia y nos leía algunos versículos tomados al azar, en una lengua que para mí era desconocida. Eso le daba un aura de misterio a ese libro negro.

Con el tiempo mis hermanos se fueron casando y yéndose de la casa, quedando solo yo con los viejos, hasta el día en que se los llevaron debido a la demencia senil en que había caído mi padre; entonces quedé yo solo en la casa con ese gran tesoro que había ambicionado toda mi vida, la Biblia Sinaítica.

Con mis estudios de teología me sentía preparado para abrir esa caja y leer el gran libro negro, que quizá estaba escrito en latín, griego, hebreo o arameo, lenguas clásicas en que fuera escrita la Biblia, y que por suerte había visto en la universidad.

Al extraer cuidadosamente el libro de su caja, casi como si fuera un ritual, tal como lo hacía papá, pude detallar por primera vez el fondo de la caja donde estaba el mosaico que solo había visto rápidamente una vez en mi vida cuando la caja llegó a casa. Algo no estaba bien en la escena que representaba lo que quizá fuera la crucifixión de San Andrés, por la cruz en forma de X.

Erróneamente, la cruz estaba invertida respecto al texto en su pie que traducía: “La verdad os hará libre”. Al percatarme de ello, prácticamente la Biblia perdió mi interés, centrándome exclusivamente en la caja. Una edición tan bien elaborada, que cuidaba hasta el más mínimo detalle, no podía contener un error de esa magnitud, ya que la cruz invertida es la cruz petrina y no la crux decusata.

Me puse a observar con detalle el mosaico y me di cuenta de que unas tenues líneas casi imperceptibles formaban una circunferencia en torno a la cruz, y al manipularla comenzó a girar; entonces la moví hasta normalizar la escena, con temor a romperla. Al llegar a su sitio algo chasqueó y todo el mosaico de desprendió, causando gran preocupación en mí; había dañado el tesoro de papá. Bueno, al menos papá no estaba, ni regresaría para desheredarme o negarme su apellido y parentesco hasta la hora de mi muerte.

Removí con sumo cuidado el fondo de la caja y debajo del mosaico se ocultaban unos códices muy antiguos, escritos en una lengua que no lograba descifrar, y la primera página contenía un grabado del demonio Ashtoreth, de quien se dice que puede llevar a los hombres a tesoros ocultos y responderle cualquier pregunta que se le formule. Un frío espeluznante recorrió mi cuerpo y comenzó a faltarme el oxígeno. Cerré rápidamente la caja y la escondí, temiendo que alguien más pudiera verla, con una sensación de susto y temor como si estuviera cometiendo un terrible delito.

Solo podía confiar en uno de mis antiguos profesores de la universidad que nos había enseñado demonología. Pero ¿cómo decirle? ¿cómo involucrarlo en esto que había descubierto?

A la mañana siguiente lo llamé, pidiéndole que por favor me visitara en casa para que tuviera el privilegio de ver la Biblia Sinaítica de la que mi padre se sentía tan orgulloso. Me respondió que sí, y sentí un gran alivio al saber que alguien como él podría darme luces sobre mi descubrimiento.

Había acondicionado en el sótano una mesa grande, sillas y un sofá, manteniendo poca iluminación para evitar algún daño a los códices ocultos. Cuando llegó el profesor, sin preámbulo ni antesala, lo llevé rápidamente al frío y aislado recinto. Sobre la mesa reposaba la gran Biblia negra, el fondo de mosaico desprendido, y dentro de la labrada caja de madera las misteriosas páginas.

Los ojos del profesor se desorbitaron al ver el contenido de la caja, al punto de ignorar completamente la Biblia de la que tanto había oído hablar y que siempre había querido ver, tocar y leer. Esa primera página con el ángel alado cabalgando un demoníaco dragón lo dejó sin aliento, y con sus manos temblorosas lo tomó y comenzó a hojear las siguientes páginas.

Los códices están escritos en acadio –dijo balbuceante el profesor –y a primera vista parecen ser una serie de instrucciones, oraciones y conjuros, pero necesito revisarlos con detenimiento e indagar un poco más sobre la lengua y la forma en que están escritos.

Antes de que dijera otra cosa lo interrumpí diciéndole que no se los podía llevar ni fotografiar, que solo podría estudiarlos estando en mi sótano.

A medida que pasaban los días, veía al profesor más entusiasmado, al tiempo que lo veía más seguro de sí mismo. No era mucho lo que me compartía, pero algo en los códices lo estaba cambiando a él y al sótano que se iba tornando más frío y sombrío.

Hay cosas en estas páginas que no deberían ser leídas por nadie y mucho menos pronunciadas, decía ocasionalmente el profesor; sin embargo, no dejaba de recorrer la mirada de forma repetitiva en cada línea mientras sus labios se movían como si rezara una letanía.

Una noche que me quedé dormido en el sótano contemplando los códices, soñé o creí soñar que los ladrillos de las paredes comenzaban a desplazarse como un gran puzzle, y se abría un túnel oscuro desde donde se oía una voz que como un eco me invitaba a entrar, y antes de que pudiera moverme ya estaba adentro frente a un sarcófago, mientras la voz decía una y otra vez: “Lee el conjuro”. Cuando volví en sí no había nada.

A partir de ese día, se despertó en mí una suspicacia y paranoia, sintiendo que algo estaba sucediendo y que el profesor debía saberlo, pero que me lo ocultaba. ¿Qué había leído en esos códices que no había compartido conmigo?

Comencé a observarlo detallada y obsesivamente, mientras pasaba largas horas descifrando las escrituras e ilustraciones, y veía como su boca se movía sin pronunciar palabra alguna, como si rezara una letanía. Su aspecto físico también denotaba un cambio, se le notaba más rejuvenecido, aunque sus ojos se veían más profundos y de un negro intenso, como una cueva subterránea en el fondo del océano.

¿Haz descubierto algo interesante que yo deba saber? –me atreví a preguntar, pero solo movió dubitativamente la cabeza como quien dice si y no al mismo tiempo, mientras me decía de forma pausada y sin levantar la mirada de los textos: “Haz esperado mucho este momento –más de lo que estás consciente– y estás a punto de saber. La verdad os hará libre”.

Esperaba que continuara contándome, pero siguió con su silenciosa letanía ignorando mi presencia. Quizá ni siquiera hablaba conmigo cuando lo increpé.

Entrada la noche volví a entrar en ese estado de sopor, parecido a la parálisis del sueño, y nuevamente la pared de ladrillos comenzó a abrirse, pero esta vez el profesor caminó por el tunel con el libro en sus manos extendidas y lo colocó encima del sarcófago mientras recitaba silenciosamente su letanía.

Yo estaba petrificado sin poder moverme y sin saber si soñaba o estaba despierto. El profesor se dio la vuelta y se desplomó en el suelo mientras su cuerpo se descomponía inmediatamente convirtiéndose en polvo. La tapa del sarcófago comenzó a deslizarse, pero inmediatamente la puerta en la pared de ladrillo volvió a cerrarse, y solo en ese momento logré moverme pesadamente, como quien regresa del inframundo.

Con dificultad me levanté y me dirigí hacia la mesa de trabajo donde estaba el antiguo códice, pero todas las páginas estaban en blanco. Las recogí y guardé en su compartimiento secreto; guardé la Biblia Sinaítica en su estuche y la coloqué nuevamente en la biblioteca donde había estado durante todos los años en que estuvo bajo la custodia de mi padre.

Mis ojos estaban profundos y negros como una cueva subterránea en el fondo del océano.

--Texto de mi autoría E.Rivera--

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