Desertores. (Relato homo-erótico) (Esp +18)

Dante 🇦🇷 T en Pixabay

“El desertor sabe que, si lo atrapan, se puede dar por muerto...”
(George R.R. Martin – Canción de Hielo y Fuego)


Habían logrado escapar del ataque enemigo y de su propio escuadrón. Por par de noche, los dos jóvenes se arrastraron bajo zarzales espinosos y caminos accidentados, huyendo de los gritos y los cañones; el fango les cubrió los harapos y la piel. Creían que la tragedia los perseguía. No eran sobrevivientes, sino desertores de sus deberes y juramentos. La tercera noche dieron con una casa en ruinas y se ocultaron en un destartalado granero, pues, necesitaban descansar.

—¡Todo está mal! ¡Todo, viejo! Nos encontraran y nos mataran —dijo Cipriano, quien no dejaba de caminar de un lado a otro—. ¡Estoy seguro de que lo harán, Rómulo! Nos colgaran… ¡Nos van a colgar por cobardes!
Rómulo lo zarandeó por los hombros con fuerza.

—Por eso es que debemos alejarnos todo lo que podamos. Nuestra única esperanza es huir lejos de esa maldita guerra —le dijo mirando directo a sus ojos—. Ahora estamos condenados a morir. Si nos alcanzan los nuestros, seremos ejecutados; y si caemos en manos enemigas, nuestra suerte no será distinta.

—¡Mierda! —gritó Cipriano mientras se llevaba las manos a la cabeza.

—¡Baja la voz, imbécil! ¿Acaso quieres que nos descubran? —Luego, de nuevo en susurro, confirmó esa conclusión—. Al parecer, es lo que nos espera... La muerte. Esa es la opción final, pero… ¡Hey! siempre ha sido así, no —bromeó.

El chiste no causó el fin esperado. Cipriano lo miró de soslayo y Rómulo pudo ver lágrimas en sus ojos. Su compañero estaba aterrado.

—Lo lamento —murmuró Rómulo. Cipriano sólo se alejó y guardó silencio.

Ya más calmado y echados en el suelo, uno junto al otro, vieron a una tímida luna ascender por el cielo a través de unos enormes agujeros en el techo. Todos los ruidos de la noche les parecían ecos de la batalla. Cipriano rompió el silencio.

—¡La guerra es una mierda! Mi madre lo decía. Antes no me lo parecía, pero ahora creo que ella tenía razón.

—Cuando se trata de guerra, las madres nunca tienen la razón —replicó Rómulo, cruzando los brazos bajo su cabeza—. Eres muy joven todavía para entenderlo… o muy tonto.

Cipriano lo espoleó con el codo.

—¡Bah! No te lances de maduro ni sabio, apenas me llevas unos cuantos meses. Además, la sabiduría no siempre viene con los años. He conocido viejos que son tan estúpidos como pollos de granja. —Se incorporó hasta quedar sentado, apoyado sobre sus brazos extendidos. Luego de una pausa, agregó: —Mi padre era uno de esos.

—Al menos tuviste uno, deberías estar agradecido.

—No son de gran ayuda, te diré —se burló Cipriano—, a menos que te lleven a los burdeles. Para eso sí que son útiles.

Rómulo se revolvió en su lugar hasta darle la espalda a su amigo. Cruzó sus brazos contra el pecho y recogió las piernas. Parecía un enorme feto. Cipriano no le prestó atención, siguió hablando y mirando al cielo.

—El sexo no es la gran cosa. Sólo hay que meterlo en los agujeros de las mujeres y dejar que se te vaya la vida en eso. —Guardó un corto silencio, luego prosiguió: —¿No crees que tengo razón?

Rómulo no contestó.

—¿Cuántas veces lo has hecho? —preguntó Cipriano, esta vez buscando el rostro de su compañero, pero no obtuvo respuesta. Su cara estaba cubierta por la oscurana. Creyéndolo dormido, Cipriano se volvió a recostar en el suelo, y como antes lo hiciera su amigo, él también cruzó los brazos tras su cabeza.

—Nunca lo hice —susurró Rómulo, ya pasado un momento y con más ganas de que no se oyera su voz.

Cipriano hizo un sonido de burla.

—¡Eres un mentiroso! —le dijo.

—¡No, no lo soy! ¿Qué ganaría con mentir ahora? Estamos condenados a morir y… tal vez ya nunca lo haga.

Cipriano se giró hasta mirar a la espalda de su compañero y colocando la mano en el hombro amigo, le dijo:

—No te preocupes, viejo, si salimos de esta, yo mismo te llevaré a un prostíbulo. ¡Te lo prometo!

No hubo respuesta.

Los dos jóvenes guardaron silencio hasta quedarse dormidos, arrullados por los sonidos del lugar. El viento helado de la noche y los uniformes mojados hicieron mella con sus cuerpos; las heridas acentuaron sus punzadas. Ninguno fue consciente de la cercanía de sus cuerpos hasta que el calor apaciguó sus temblores. Cuando Cipriano despertó, estaba abrazado a su amigo. La luna no se veía y la oscuridad lo cubría todo. Trató de alejarse con presteza, pero Rómulo le tomó la mano y se lo impidió.

—Cipriano, por favor —susurró con voz soñolienta.

—¿Qué? Esto está mal, viejo —replicó—, nosotros no somos maricones.

—Tú y yo sabemos eso, pero hace frío. Moriremos de hipotermia si no nos ayudamos. Esto no se trata de… —Rómulo hizo una corta pausa. Las palabras parecían no poder salir—. Esto es supervivencia. Sólo eso.

Y dicho eso, volvió a atraer el cuerpo de Cipriano contra su espalda.

—Esto es vergonzoso —refunfuñó Cipriano de mala gana, aunque en el fondo sabía que Rómulo tenía algo de razón.

—Sólo no pienses en tus prostitutas —bromeó Rómulo, y volvió a cerrar los ojos.

Rómulo no soltó la mano de Cipriano. La mantuvo entre la suya, apretada contra su pecho, como si temiera que pudiera escapársele. El aliento cálido de Cipriano en su cuello comenzó a descongelar más que su cuerpo. Al fondo de su tórax, el corazón comenzó a vibrar muy alto y el alma se le fue llenando de un calor diferente. Tuvo miedo. Un miedo nuevo. Un miedo que no le había sembrado ni la guerra, ni las granadas, ni las balas. El tiempo se le hizo vago. Ya no podía oír nada excepto su corazón, que amplificaba cada vez más su latido como un enorme tambor.

Cipriano, por su lado, lejos de olvidar el burdel, lo recordó. Fue consciente de su mano en las de su compañero; sin embargo, no hizo ademanes por retirarla. Cerró los ojos con fuerzas y se descubrió tratando de no pensar en esa mano; cosa que funcionó a la inversa. Terminó buscándola en el fusil o en las noches de cigarrillos en medio de las trincheras. Fue consciente que nunca antes le vio la mano a Rómulo. Sabía que la había visto, pero pudo recordarla verdaderamente; así que la dibujó en su mente, pero no como una mano común sino como un manojo de luciérnagas entorno a la suya. Notó que la respiración de Rómulo ya no era apaciguada. Había un ritmo nuevo que lo hacía sentir más vivo, más despierto. Ese ritmo también lo estaba despertando a él, pero de otro modo. Su cuerpo comenzaba a responder diferente; su corazón comenzaba a descontrolarse. Supo que debía levantarse. Lo que pasaba no era bueno, pero reconoció que tampoco era tan desagradable como para huir. Hacía tiempo que no dormía con nadie. Bajo sus pantalones, los demonios de la pasión comenzaban a tomar cartas. Consciente de su propio cuerpo, trató de alejar sus caderas con disimulo, pero Rómulo lo detuvo. No dijo nada cuando la mano del joven cadete lo retuvo por su cadera, evitando que él pudiera alejarse. Ambos permanecieron en silencio y un nuevo lenguaje comenzó a gestarse: era un baile lento, cadencioso, casi imperceptible. Cipriano acercó un poco más su pelvis y Rómulo permaneció tranquilo; no parecía incómodo con aquello. Entonces, con un movimiento lento, pero decidido, Cipriano dejó rodar su mano por el abdomen de su compañero hasta tropezar con unos pantalones también endurecidos.

—Viejo, ¿Qué estamos haciendo? —susurró Cipriano al oído de su compañero.

Cuando Rómulo respondió, su voz sonó trémula, como si se fuese apagando con cada frase.

—No lo sé, pero supongo que ahora mismo eso no importa mucho...

Los pasos en el exterior no fueron oídos hasta que fue muy tarde. La ráfaga de tiros que cercenó los cuerpos llegó antes que ellos pudieran saber cuál bando los había descubierto.

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