Prisión blanca | Relato corto |

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    Despertó, a su alrededor todo era blanco, completamente pálido, carente de cualquier otro color. Aún somnoliento se sentó en el suelo, solo entonces se dio cuenta de que, además, estaba desnudo, sin embargo ni por un momento sintió miedo ni preocupación, aquel lugar, fuere lo que fuere, transmitía cierta paz. Trató de recordar cómo había llegado a allí, solo para escarbar en su memoria y confirmar que, de hecho, no recordaba absolutamente nada, ni siquiera su nombre, nada.

    ¿Estaría drogado? ¿Qué era estar "drogado"? La palabra le surgió de repente. ¿Realmente estaba solo o quizá, si caminaba, encontraría resegados a otros tan desorientados como él? Decidió que lo mejor sería caminar, caminar hasta donde pudiera, hasta encontrar a alguien, o alguna señal de que no era el único ser viviente en la blanca prisión.

    No obstante no halló nada más que interminables caminos, cielos y horizontes blancuzcos. Ni una sombra, ni una laguna o un matorral donde recostarse para seguir al día siguiente, si es que acaso allí transcurrían los días; ni siquiera otra persona que le hiciera compañía, una mujer, sí, en su mente guardaba el rostro de una bella mujer, ¿pero quién era ella? No saberlo le frustró, le irritó y causó jaquecas hasta que volteó y, donde antes había nada, apareció un campo lleno de grama y otras plantas que bordeaban un gran lago. El lugar perfecto para descansar, tanto que ni notó cuando cayó dormido, y tan cómodo que ni siquiera prestó atención al dolor que se le clavó en el pecho en medio del sueño.

    Despertó otra vez y comprobó que a un costado de su pectoral izquierdo se extendía una gran cortada, para cuando fue completamente consciente de ello ya la herida había dejado de doler. Tuvo un sueño hermoso, soñó con la mujer que recordó anteriormente, la mujer que se llamaba... «¡Ana!» exclamó, se llamaba Ana. Sí recordaba, sí podía recordar, y saberlo le causó cierta gracia, que paulatinamente se transformó en una risa a carcajadas.

    «¿De qué te ríes?» preguntó una voz femenina y él siguió riendo, ignorante a la mujer que le miraba sentada a la orilla del lago hasta que reaccionó. Corrió hacia ella, la abrazó, entre todas las personas jamás se imaginó con la suerte de encontrarla, Ana, ahí, junto a él.

    La felicidad le impidió recapacitar sobre qué tan posible era aquello y solo cuando se detuvo a pensar la herida de su pecho comenzó a dole, tanto que le obligó a tirarse al suelo. La mujer, aparentemente preocupada, se tiró junto a él, tratando de calmarle; por su parte, el hombre exhaló, más como un chillido ahogado que como una interrogante, cuatro palabras: «¿Cuál es tu nombre?». «¿Qué es nombre?» fue lo único que la mujer respondió. Él echó a llorar, no entendía nada, le dolía la cabeza y la herida en el cuerpo, ¿por qué Ana no recordaba su propio nombre o el de él? ¿Qué era ese lugar?, «¿Cómo llegaste a aquí?» preguntó. El dolor en su costilla arreció, era insoportable, gritó con la cara pegada al suelo hasta que se desmayó.

    Por tercera vez en ¿uno? ¿dos días? ¿una semana? despertó. Todo el suelo, que antes fue una infinita lona blanca, relucía cubierto de grama y grandes árboles frutales; el cielo comenzaba a oscurecerse y el firmamento nació; frente a sus ojos el cielo se llenó de negro con brillantes puntos multicolor, un hermoso espectáculo sin igual. Comenzó a creer que, tal vez, lo mejor sería dejar de preguntarse cómo llegó hasta ahí y disfrutar el paisaje.

 

XXX

¡Gracias por leerme!

 

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