Le dijeron que no había nada, que la estepa, si no era infinita, por lo menos era lo bastante grande como para no ser abarcada por una persona ni aún viviendo 100 vidas, pero él estaba desesperado. Oyó un llanto tras la cortina de niebla y de inmediato pensó en su hija, perdida hace ya mucho, llamándole para que le rescatase. La locura y la aflicción envenenaron su memoria y le hicieron olvidar que ya había encontrado a su pequeña, sus restos al menos; o quizá no lo recordaba porque nunca quiso aceptarlo, sus ojos ciegos ante la cruel realidad. La fantasía era un escape, y dicho escape estaba tras la cortina, así que fue.
Imposiblemente alta, incomprensiblemente extensa, la cortina de niebla estuvo allí desde antes de que el país tuviese nombre y permanecerá incluso después de que lo pierda. Más oscuro que una noche sin luna, de un silencio ensordecedor, capaz de volver los latidos del propio corazón un estruendo insoportable. Era a donde solo iban quienes ya estaban perdidos en espíritu y cuyo cuerpo vagaba sin alma. Encontrar algo más que soledad en su interior era menos probable que pasar un camello por el ojo de una aguja, pero los locos son conocidos justamente por hacer locuras.
En la nada de la niebla él podía verlo todo, a su difunta abuela ofreciéndole cobijo, a su ausente y abusivo padre queriendo abrazarle, a su hermano décadas perdido queriendo contarle sus aventuras, pero no había rastros de su hija, nada más que el eco del llanto que se oía a lo lejos. Él siguió caminando a ciegas entre la niebla incluso después de que sus pies se tornaron purpúreos y sus muslos exigieran que se detuviese. Cuando sus piernas al fin sucumbieron, él siguió avanzando, arrastrándose, raspando su pecho contra el suelo áspero y duro como lija hasta que su piel desnuda hizo contacto... Y siguió avanzando.
Hacía mucho que pasó su locura inicial, a mitad del camino había aceptado que lo que había oído era solo una fantasmagoría... pero aún así siguió adelante. Una locura mayor a cualquier locura lo movía y le decía que siguiera.
El una vez le contó a su hija sobre la Cortina de Niebla, que no había nada allí, a lo que la pequeña respondió que era imposible, que por lo menos algo tenía que haber.
Él vivió tanto como viven los locos, aún cuando su cuerpo iba muriendo poco a poco. Antes de que desfalleciera por completo, descubrió dos cosas: primero, que era cierto que la estepa de la Cortina de Niebla era inconmensurable, tras tanto tiempo avanzando, jamás sintió que estuviese cerca del final; pero también supo que se había equivocado, ya que en aquella estepa inhóspita, aislada e inclemente, él pudo encontrar algo a lo cual aferrarse y así dejar ir su último aliento...
Una flor.
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