El Reloj Maldito de Güigüe (capítulo 9)

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¡Hola, amigos! Como ven estamos estrenando nueva portada, espero que les guste, ya que muestra al reloj real de la historia.

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Crónidas se levantó muy temprano aquella mañana, no había tenido pesadillas pero ni siquiera había podido dormir bien. Se despertó muchas veces durante la noche, creyendo escuchar esos susurros extraños en la habitación, o fuera de ella. Estaba más que convencido de que debía tratarse de huéspedes noctámbulos, probablemente borrachos que se escondían entre los arbustos del corredor para no ser advertidos, y que posteriormente los echaran de la posada, pero Crónidas ya había llegado al límite y no estaba dispuesto a seguir tolerando esa falta de consideración.

Tras su queja, en la recepción le hicieron saber que no hubo huéspedes husmeando por allí a esas horas pues, debido a que era temporada baja para turistas, en toda la posada no habían más huéspedes que él, una pareja con dos hijos pequeños que estaba en el pueblo por asuntos de trabajo del padre, y también otra familia que tenía un bebé. Crónidas, sin embargo pensó que podría tratarse de alguno de aquellos padres.

—Imposible, señor, ambas familias se van a dormir temprano porque los niños son pequeños, además, anoche los vigilantes hicieron ronda y todo estaba en orden. No había nada fuera de lo común. De haber visto a alguien husmeando por allí, de haber visto algún huésped borracho que quisiera divertirse, de seguro lo habrían mandado a su alcoba inmediatamente. En esta posada no toleramos las farras, ni demás prácticas que puedan molestar a los otros huéspedes, señor Piaget, por el contrario, nuestro lema es...

—Sí, está bien, descuide —lo interrumpió Crónidas al ver que recibía un escueto mensaje de texto de su amigo el taxista.

¡Buenos días! Ya llegué.

—Voy a salir, regresaré luego, muchas gracias.

—¿Vendrá para la hora del almuerzo?

—Todavía no lo sé, no sé cuanto tarde, pero lo que sí es seguro es que no desayunaré aquí.

Crónidas salió de la posada acompañado de su amigo, rumbo a la ciudad de Valencia.

—¿Ya desayunaste? —preguntó Crónidas después de saludarlo.

—Solo me dio tiempo para tomar el café, tuve que llevar a mi esposa a hacer una diligencia, muy, muy temprano, y después me llamó uno de mis clientes para que lo llevara al aeropuerto. Pero pensaba desayunar con unas empanadas deliciosas que venden allá en Valencia. ¡Te invito!

—Genial, sí, muchas gracias. Muero de hambre y hasta hace rato también de sueño. No pude dormir bien en toda la noche.

—¿Y eso por qué? —preguntó Víctor, girando el volante para cruzar una calle.

—Es algo extraño... no lo sé. A veces se escuchan voces que parecieran estar dentro de la habitación y a veces fuera.

Hubo un incómodo silencio que él mismo se apresuró a romper.

—No estoy queriendo decir que estoy oyendo voces porque sí —comentó mientras reía, contagiando a Víctor—. Pienso que podría tratarse de algunos huéspedes borrachos, pero el recepcionista me asegura que eso es imposible porque no hay tantas personas en la posada. Eso es cierto, pero siempre podría haber alguien por ahí, algún intruso.

—Eso podría resultar peligroso —respondió el taxista—. De todos modos, si te hace sentir mejor, pídele a los vigilantes que te muestren los vídeos del circuito cerrado.

—No, no creo que sea necesario, tal vez no sea de importancia...

Crónidas se quedó absorto mirando el reloj del pueblo, ya que en ese momento pasaban frente a él.

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Fuente

Víctor no pasó desapercibido ese detalle.

—¿Sigues con la idea de repararlo? —preguntó.

Crónidas reaccionó, desviando la mirada al fin del reloj.

—¡Ah! Sí, desde luego. Es por eso que vamos a ir a Valencia. Vamos a recoger un traje Kappler que compré por Internet. Estoy absolutamente seguro de que con él estaré a salvo de cualquier sustancia tóxica mientras reparo el reloj. Es un traje de esos que se usan...

—Sí, lo sé —respondió Víctor con un asentimiento de cabeza—. Lo usé por algunos años ya que trabajé en un laboratorio elaborando medicamentos. En efecto son trajes estériles que te mantienen aislado y a salvo pero... ¿podrá protegerte de?...

—¿De qué?

—¡Olvídalo! —respondió Víctor, encendiendo la radio.

—¿No me digas que tú también crees en?...

—No es una maldición, estoy seguro y a punto de probarlo.

—Pero, solo... no lo sé, tal vez ese traje no sea suficiente.

—Ya pareces al profesor Portillo —respondió riendo Crónidas—. Siempre insiste en que no debo hacerlo. El pobre está traumado porque perdió a su mejor amigo.. Él fue la última de las víctimas.

Víctor se encogió de hombros y añadió:

—No es para menos que se encuentre tan reticente.

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El festiva verde se enfiló por la carretera hasta llegar a la ciudad de Valencia. En primer lugar se dirigieron a un pequeño restaurante de comida criolla donde Víctor ordenó un par de empanadas para cada uno, acompañadas de una bebida muy típica del país: papelón con limón.

El festiva verde se enfiló por la carretera hasta llegar a la ciudad de Valencia. En primer lugar se dirigieron a un pequeño restaurante de comida criolla donde Víctor ordenó un par de empanadas para cada uno acompañadas de una bebida muy típica del país: papelón con limón.

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Fuente

—Delicioso —se admiró Crónidas después de darle una probada—. Es muy refrescante y viene de maravilla para este calor —añadió mientras se abanicaba.

—¿Y qué te parecen las empanadas? —preguntó el taxista.

Muy deliciosas también pero, aunque en mi tierra también las consumimos, veo que éstas son diferentes.

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Al terminar de desayunar, los dos se dirigieron al norte de la ciudad en busca de la tienda para retirar el encargo de Crónidas. El hombre salió de allí con una gran sonrisa de satisfacción, llevando consigo la caja. En el auto, comprobó que todas las piezas estuviesen completas.

Cada una de las piezas del traje estaba cuidadosamente envuelta en un film transparente que las mantenía limpias y estériles. Víctor le echó un vistazo y no pudo evitar recordar los días en que trabajó en la fábrica de medicamentos.

Al ver su semblante pensativo, Crónidas intuyó el motivo.

—¿Qué hacías en ese laboratorio? —preguntó con curiosidad.

—De todo un poco. Comencé en la línea de producción de diversos medicamentos, empaquetándolos, luego pasé a prepararlos. Me hacían llegar la receta con las dosis exactas y con ellas preparaba antibióticos, jarabe para la tos, en fin... muchos productos. Luego pasé a ser supervisor, y un mal día me despidieron —respondió Víctor mientras encendía el motor del auto.

—¿Y eso por qué? —preguntó Crónidas, cerrando la puerta.

El taxista se encogió de hombros.

—Tuve un pequeño accidente con un montacargas. Había un desnivel en el suelo del almacén (que yo había reportado anteriormente) así que cuando intenté levantar un barril que contenía una solución jabonosa, pasé por el desnivel, perdí el equilibrio de la carga y se cayó al suelo. En fin, luego comencé a trabajar como taxista y aquí me tienes.

—¡Cielos! Bueno, creo que es mucho mejor trabajar como taxista. ¡Digo! Recorres la ciudad y no estás siempre en el mismo lugar, conoces gente nueva, entablas amistades, te distraes. No lo sé, me parece interesante.

—A veces resulta estresante, especialmente cuando hay tráfico —respondió el taxista, señalando hacia adelante donde comenzaba a formarse un embotellamiento.

—Gajes del oficio —respondió Crónidas riendo.

El auto se enfiló de nuevo por la carretera, desandando el camino, dirigiéndose de vuelta a Güigüe.

—La relojería también suele ser estresante a veces, especialmente cuando se te pierde de vista cualquiera de las piezas más pequeñas. No obstante prefiero lidiar con relojes que con cualquier otro oficio o profesión. Desde pequeño siempre me atrajo la relojería y por eso decidí especializarme. No me resultó difícil ya que, como sabes, vengo de la tierra de los relojes. Pero mis padres querían que yo fuera a la universidad para ser arquitecto, y estuve a punto de complacerlos hasta que recapacité y decidí seguir adelante con mi proyecto.

En Berna aprendí el oficio y constantemente hice estudios para ampliar los conocimientos hasta que me especialicé en restauración de relojería antigua. Como ves tengo una especial fascinación por las reliquias que guardan una historia.

—La verdad es que no me había dado cuenta —bromeó el taxista.

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Cuando llegaron de nuevo a Güigüe, Crónidas solicitó a su amigo que lo dejara frente al ayuntamiento porque había llegado la hora de hacer la solicitud formal para reparar la joya del pueblo. Víctor accedió, no muy convencido, no obstante, al ver la seguridad con la que el relojero hablaba de la forma en que trabajaría, su preocupación fue mermando. Quizá le estaba prestando demasiada atención a simples creencias de pueblo, arraigadas desde tiempos coloniales. Crónidas sabía lo que hacía, o al menos eso demostraba.

Ambos hombres se despidieron, no sin antes recordar que el relojero tenía una cita con Víctor y su familia. Crónidas de nuevo prometió ir, pero lo haría luego de la reparación del reloj, ya que no sabía cuanto tiempo le tomaría y si de hecho conseguiría el tan anhelado permiso del ayuntamiento. Por esa razón quería dedicarle el mayor tiempo posible a esa misión.

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El festiva verde abandonó el pueblo mientras Crónidas se adentraba en el vestíbulo del ayuntamiento. Casi no había personas allí, solo una mujer que se limaba las uñas con tedio detrás de un panel de madera pulida, y otra que, un poco más allá, trapeaba el piso, quejándose. Junto a la mujer que se limaba las uñas había una vieja radio que trasmitía una señal AM que a cada rato se distorsionaba.

La mujer suspiró con tedio y comenzó a lidiar con la antena.

—¡Ponle un pedacito de papel de aluminio a esa vaina! —propuso la otra mujer mientras exprimía el trapeador—, así hago yo.

—No me queda de otra porque desde que están reparando la computadora no podemos escuchar música como Dios manda.

—¡Buenas tardes! —saludó Crónidas con una sonrisa tímida.

—¡Buenas! —respondió la mujer detrás del panel con una expresión que colindaba entre la sorpresa y el agrado.

—Mi nombre es Crónidas Piaget, y quisiera saber si puedo hablar con el señor alcalde.

—El alcalde se encuentra ahora mismo en una reunión con los concejales, pero si lo desea puedo concertarle una cita para mañana a primera hora —dijo la mujer, tomando papel y lápiz con algo de torpeza pues no dejaba de mirar a Crónidas. Luego añadió—: ¡Ah! ¡Eh! Eres el extranjero, ¿verdad? Te recuerdo de cuando llegaste al pueblo.

—Claro usted es el gringo, ¿no? —dijo la mujer que trapeaba, refiriéndose a Crónidas.

Él comenzó a reír.

—No, bueno, soy de Berna, Suiza. Pero veo que algunos han escuchado de mí ya.

—Bueno, sí, algunas personas te han visto por ahí con el profesor Portillo, de hecho recuerdo que la primera vez que entraste aquí, fue para buscarlo —contestó la secretaria.

—Sí, también te recuerdo. Es una pena que no pueda hablar hoy mismo con el alcalde, pero si no hay más remedio yo esperaré hasta mañana. Muchas gracias, señorita...

—Olivia —completó la secretaria, sonriendo como tonta—, pero si de verdad tienes prisa podrías esperarlo.

—Puedo esperar el tiempo que sea necesario y así te ayudo con eso —respondió Crónidas, señalando la vieja radio.

—Sí, claro. Muchas gracias.

La mujer que trapeaba negó con la cabeza y se marchó a seguir su labor en otra estancia.

Crónidas dejó el paquete que llevaba sobre un banco que estaba frente a la secretaria, y se dispuso a ayudar a la secretaria.

—Esa señora tenía razón, el papel de plata o papel de aluminio es un buen conductor, así que permite reducir la interferencia y mejorar la señal —dijo mientras manipulaba la antena.

La mujer lo observaba trabajar con admiración, pero justo en ese momento escucharon voces acercándose por la puerta principal, era el alcalde acompañado de sus escoltas.

—¡Ah! Buenas tardes, señor alcalde. Aquí lo está esperando el señor Piaget. Dice que tiene un asunto importante que tratar con usted.

—Buenas tardes —contestó el burgomaestre—. Disculpe, pero si tiene que ver con el asunto de los fertilizantes, precisamente vengo de la reunión con los concejales y campesinos. ¿Usted es el dueño de la hacienda?...

—¡No! —lo interrumpió Crónidas—. En lo absoluto, el tema que voy a tratarle no tiene nada que ver con la reunión de la que usted viene. Le aseguro que le complacerá mucho a esta región, vengo a hacerle un ofrecimiento.

El líder político lo meditó por unos segundos. Estaba cansado tras su larga y tediosa reunión, pero quizá este hombre viniera con propuestas para mejorar la economía del pueblo. Por su apariencia era un empresario, quizá un agrónomo experto u horticultor enviado desde la capital para que pudiera ayudarle con la nueva plantación de hortalizas varias en las que venía trabajando. Por otra parte su acento era extranjero e incluso denotaba que el español no era su lengua materna. No tenía la menor idea de qué venía a hacer ese tipo al pueblo pero, suspiró y decidió aceptar.

—De acuerdo, acompáñeme, por favor —dijo señalando un largo corredor.

Ambos se enfilaron rumbo a la oficina del alcalde, pasando por un precioso patio interno con flores que agradó muchísimo a Crónidas.

—Son muy populares las edificaciones coloniales aquí, ¿verdad? —comentó señalando el patio interno, poniendo especial atención a una rueda de carreta vieja que habían colocado de forma estratégica para ornamentar.

—Sí, nos gusta mucho, creo que le da una especie de encanto al pueblo —respondió el alcalde—. Adelante —dijo señalando el interior de una oficina.

Era un lugar muy bonito, con un escritorio de madera pulida, una bella alfombra, paneles de madera en las paredes y detrás del escritorio un retrato del libertador Simón Bolívar, además de un par de banderas que representaban al país y al estado.

—Bien, usted me dirá lo que desea de este despacho, señor Piaget —comenzó el alcalde, invitándolo a tomar asiento con una seña.

—Verá, soy relojero profesional y me especializo en piezas antiguas. Vengo de Berna, Suiza, famosa por su fabricación de relojes. Hace tiempo, mientras navegaba por la web, me encontré con la historia del famoso reloj que adorna la cera de la casa parroquial de allá enfrente —dijo Crónidas señalando una de las ventanas a través de la cual se observaba el reloj—, y después de hacer investigaciones por mi cuenta, y de reunirme con el conocido profesor Portillo, famoso historiador y cronista del pueblo...

—¡Espere un momento! —dijo el alcalde, cayendo en la cuenta de algo—. No me dirá usted que pretende ser el próximo en reparar el reloj, ¿o sí?

—¿Qué come que adivina? —preguntó Piaget con una sonrisa.

Hubo un silencio que creó un poco de tensión, pese a la sonrisa de Crónidas. El alcalde no podía creer lo que estaba oyendo. Después de tantos años alguien se atrevía a solicitar la reparación del reloj... y durante su gestión....

—No me diga que usted es supersticioso —añadió Crónidas para romper el silencio.

—¡No! Yo... para nada, pero supongo que usted conoce la leyenda que hay entorno a ese viejo cacharro.

—Desde luego que sí, pero para mí solo es eso, una leyenda. Y en cuanto a ese viejo cacharro, resulta curioso que yo, siendo extranjero, no lo vea de tal forma. Para mí es una joya, una reliquia que merece ser restaurada para que cobre vida nuevamente.

El alcalde se ruborizó, estaba avergonzado.

—No fue lo que quise decir... me refería a...

—Sí, no se preocupe, sé a qué se refiere. No cree que valga la pena invertir en él.

—No se trata de eso, el ayuntamiento se ha ocupado de su embellecimiento y de hecho, en el año 2001, el alcalde de entonces lo hizo trasladar desde la plaza Ávila hasta la acera de la casa parroquial donde está hoy en día. Siempre se pinta la base, se limpian los cristales... Es solo que no hemos considerado imperativo el hecho de que vuelva a funcionar. Es el icono del pueblo, un hermoso ornamento y ha sido así por muchos años... Además, nadie había querido repararlo.

—Hasta ahora —recalcó Crónidas—. Yo le ofrezco mis servicios, señor alcalde. Modestia aparte soy bueno haciendo mi trabajo, llevo años de experiencia y como le dije anteriormente, me especializo en restauración y reparación de piezas antiguas.

—Pe.. pero. No tengo ningún problema y de hecho estoy honrado y agradecido como representante de esta pequeña ciudad, pero...

—No se preocupe, yo tomaré mis precauciones —comentó Crónidas, señalando el paquete que tenía sobre las piernas.

Luego le comentó al alcalde la hipótesis que venía sosteniendo acerca de la supuesta sustancia tóxica que creía que estaba en el interior del aparato y que él pensaba que podría ser la responsable de todas las muertes que se habían suscitado hasta los momentos. Estaba absolutamente seguro de que con su nuevo traje Kappler estaría más que a salvo de la supuesta «maldición»

—Bueno, siendo así, y en vista de que usted está totalmente decidido y además... preparado —dijo el alcalde, señalando la caja que sostenía el relojero—, no me queda más que darle mi aprobación. Venga mañana temprano para que retire el permiso firmado. Mandaré a mi secretaria a redactarlo. ¡Eso sí! Me aseguraré de que el día que usted realice el trabajo, lo acompañe una comisión de toxicología.

—No creo que sea para tanto, alcalde.

—Es mi única condición, señor...

—Piaget.

—Perfecto —consintió el alcalde.

—De acuerdo —dijo el relojero, sin poder ocultar una sonrisa de satisfacción.

—Me reuniré con usted mañana, no solo para darle el permiso, sino también para que acordemos sus honorarios. Venga como a eso de... las nueve ¡Sí! Porque a las diez tengo un compromiso ineludible. Venga esa hora y entonces podremos ponernos de acuerdo en cuanto a su contrato. Las cosas deben hacerse siempre dentro del marco legal.

—Como usted diga, señor alcalde. ¡Muchas gracias por darme la oportunidad!

—Gracias a usted, Señor Piaget, por tomar en cuenta a nuestro pueblo a pesar de vivir tan lejos. Todavía no lo creo....

—¿Qué? ¿No cree que pronto tendrán de nuevo al reloj de Güigüe funcionando y esta vez de forma definitiva?

—No, me refiero a que alguien se haya atrevido —respondió el alcalde con sinceridad, esbozando una sonrisa, aunque por dentro estaba contrariado y sorprendido.

Crónidas sonrió también y finalmente se marchó del ayuntamiento para regresar a la posada. Estaba feliz y complacido. Al día siguiente tendría en las manos el permiso que le permitiría llevar a cabo sus planes. En cuanto lo tuviera, no perdería más tiempo, lo haría lo más pronto posible porque ya no podía esperar más.

Cruzó la calle y una vez más se paró frente al monolítico reloj que parecía devolverle la mirada con la cara que mostraba la hora nefasta, la última, la que marcaba el momento exacto del deceso de su última víctima: las tres y un minuto.

—Se acerca la hora, amigo —dijo Crónidas, rozando con la yema de los dedos, la placa con la inscripción que llevaba impresa desde hace años—. El ayuntamiento me ha dado el permiso pero... ¿me lo concederás tú también?

Su pregunta quedó flotando en el aire, como era de esperarse.

Crónidas sonrió con mucha satisfacción al recordar que dentro de poquísimo tiempo estaría allí, detrás de la cabina, vestido con su traje Kappler mientras trabajaba engrasando los engranajes, reubicando las piezas, en fin, después de tener el permiso en las manos, todo dependería de él. Pero justo en ese momento, tal y como alguna vez le ocurrió al general Juan Vicente Gómez en su época, a Crónidas le pareció oír un débil Tic tac... Tic tac...

El hombre miró por instinto la cara del reloj que tenía al frente, pero el segundero seguía paralizado, congelado, la hora seguía siendo la misma: las tres y un minuto.

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Fuente

No le dio importancia al asunto y siguió su camino rumbo a la posada, pero, aunque no era un hombre adepto a creer en supersticiones, una parte de él había aceptado esa onomatopeya imaginaria como una señal de que el reloj le daba su aprobación, estaba listo para dejar el tiempo correr nuevamente.

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Y bien, amigos ¿qué opinan? ¿creen que podrá lograrlo sin consecuencias? Ya nos vamos acercando al desenlace de esta historia. Muchas gracias por su apoyo, espero que les vaya gustando la trama. ¡Hasta la próxima oportunidad!

¡Gracias por leer y comentar!.jpg

Tanto la portada como el separador de texto y la imagen final fueron diseñados por mí, usando el editor de Canva.

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