El Reloj de Güigüe (Capítulo 4)

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De nuevo el festiva verde viajaba hacia las afueras de la ciudad de Valencia, rumbo a Güigüe. Piaget estaba ansioso y Víctor, el taxista, lo notaba en su tono de voz y en el brillo de sus pupilas. Cada vez que hablaba del reloj, lo envolvía un aura misteriosa que no se podía explicar con palabras. Crónidas estaba hambriento de información y estaba seguro de que el profesor Portillo lo ayudaría en esa tarea. No solo era un hábil y experimentado relojero, hombre de negocios y viajero incorregible, sino además un amante de las reliquias y la historia. Le gustaba saber el origen de las cosas.

—Pensé que te tomarías unos días de descanso antes de empezar con las investigaciones —comentó Víctor mientras bajaba la velocidad pues, justo en la entrada del pueblo se encontraba un punto de control de la guardia nacional.

—También mi esposa, pero no tiene sentido permanecer en Valencia si mi misión está aquí —respondió Crónidas saludando al oficial que, después de echar un vistazo al interior del auto, hizo una seña con la mano para que avanzara.

—Sí, bueno, tienes razón, después de todo Güigüe es un lugar apacible en el que se puede descansar mejor. Puedes hacer turismo y recolectar la información que necesitas al mismo tiempo. Según el profesor Portillo hay muchas actividades turísticas aquí.

—Sí, pero lo único que me atrae es ese de allí —respondió Piaget con una sonrisa, mirando el reloj cuando el auto le pasó por un lado.

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Víctor se encogió de hombros. Todavía no comprendía porqué tanta obsesión con ese viejo cacharro. Era hermoso, sí, e incluso no dudaba de su valor histórico, pero al fin y al cabo era eso, solo un viejo reloj.

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El auto al fin se detuvo frente al portón de la bellísima posada que tanto agradó desde un principio al taxista y al relojero. El vigilante de nuevo apuntó en un cuaderno el número de la matrícula y accionó el brazo mecánico que impedía el avance.

—Acompáñame —solicitó Crónidas a su amigo una vez que el auto se detuvo frente a la vieja casona.

El interior de la misma tenía un aire mucho más bohemio y lujoso que el exterior. Ambos se sintieron como en el cielo al percibir ese suave aroma a lavanda que envolvía la recepción, quizá proveniente de todas las que adornaban la barra de bienvenida. Casi todas las paredes tenían paneles de madera con fotografías y pinturas que mostraban la hacienda desde tiempos remotos. De fondo se escuchaba la relajante melodía de una bossa nova que invitaba al descanso.

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El recepcionista los recibió con una sonrisa y palabras de bienvenida. Víctor aguardó en un cómodo sillón, hojeando una revista que contenía la información de los servicios de la posada, mientras Crónidas se registraba oficialmente y recibía las llaves de su habitación.

—¿Por cuánto tiempo permanecerá en el pueblo, señor? —preguntó el empleado.

—Hmmm Eso aún no lo sé, creo que será por tiempo indefinido.

—Espero que disfrute la estancia, señor Piaget y bienvenido a Güigüe —respondió el recepcionista con una gran sonrisa, llena de avidez.

—Muchas gracias... ¡Eh! ¿Hay aquí algún cafetín en la posada?

—Sí, está al fondo de ese pasillo —dijo el empleado señalando a su derecha—. Junto a la piscina.

—Vamos, Víctor, hay que recargar energías después del viaje con un buen café con leche. Me encanta como lo preparan en este país

—Y eso que no has visto los nombres graciosos que la gente les da —respondió su amigo caminando junto a él por el pasillo.

—¿En serio? —preguntó Piaget, curioso.

—Sí, un blanquito, por ejemplo, es un café con muchísima leche, uno marrón es más bien un término medio, y un negrito es puro café, por lo general fuerte, pero también está el guayoyo o guarapo, que es un café muy ligero —explicó Víctor—. Hay para todos los gustos.

—¡Vaya! Fíjate, sucede lo mismo con las arepas, ¿verdad? Lo escuché ayer en el restaurante del hotel en Valencia.

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Llegaron al cafetín que era una zona igual de hermosa con varias mesas redondas dispersas y un nicho grande donde se exhibía toda clase de delicias locales y foráneas para merendar o desayunar. A un lado estaba la piscina que era más bien pequeña, pero muy tentadora. Su fondo azul claro contrastaba con el verde del pasto. Algunos niños corrían a su alrededor ante de lanzarse al agua. Todos llevaban flotadores encima ya que de otro modo no podrían disfrutar de ella.

—Sí, existen muchas variedades y reciben sus nombres de acuerdo al relleno que tengan, pero solo puedo nombrarte las que conozco: La peluita, por ejemplo, es una arepa asada rellena con lo que llamamos «carne mechada» (carne en tiras) también está la Dominó, que es una arepa rellena con queso y frijoles negros que aquí llamamos «Caraotas», la viuda, que no tiene relleno y la Reina Pepiada en honor a Susana Dujim, miss mundo de 1955.

—¡Qué curioso! —se asombró Piaget, luego pidió un par de tazas de café y continuó la agradable plática junto a su amigo en una de las mesitas del cafetín—. ¿Y en qué se parece una reina de belleza a una arepa?

Víctor sonrió negando con la cabeza.

—Lo que sucede es que, después de que Susana ganó el miss mundo, su padre visitó un restaurante de arepas que estaba en Caracas, entonces notó que había una niña vestida de reina, lo que atrajo su atención, así que le preguntó al dueño del restaurante el porqué del disfraz, y cuando el hombre respondió que era en honor al triunfo de Susana, él, conmovido y agradecido, respondió que llevaría a su hija a comer allí, entonces, el día que la reina de belleza visitó el restaurante, le sirvieron una arepa tostada rellena con pollo y aguacate que, en su honor, llamaron «La Reina». En esa época el canon de belleza eran las mujeres curvilíneas como Susana, y aquí en Venezuela a ese tipo de mujeres se les llamaba «Pepiadas» por lo tanto esa clase de arepa recibió el nombre de Reina Pepiada.

—¡Vaya que es interesante la historia! Cada vez me enamoro más de este país —reconoció Piaget—. Pareces un guía turístico, desde que llegué aquí, he aprendido mucho y es gracias a ti, Víctor.

Víctor inclinó un poco la cabeza en señal de agradecimiento al cumplido.

—Modestia aparte me gusta muchísimo leer y lo hago a menudo mientras espero a los clientes.

—Es cierto, nada mejor que eso. También a mí me apasiona leer, saber de nuevas culturas, países, en fin... Mi esposa es todo lo contrario, vive metida en la oficina y no le atraen esas cosas, solo mi hijo mayor comparte mi afición por la lectura, la aventura y los relojes. Y hablando de relojes —dijo el extranjero mirando su reloj de pulsera—, creo que ya es hora de ir a casa del profesor Portillo. Me muero por escuchar sus relatos.

—Perfecto, vamos allá entonces —dijo Víctor después de darle el último sorbo a su café con leche.

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—Extrañaré nuestras pláticas —se despidió Crónidas del taxista, luego de ajustar cuentas con él.

—Y yo también, sin lugar a dudas, pero estaremos en contacto. Cuando quieras puedes ir a cenar a nuestra casa. Le diré a mi esposa que prepare de postre el quesillo que tanto te gustó. Si me necesitas, no dudes en llamarme.

—Así será, muchas gracias por todo, Víctor. Desde luego que te tomaré la palabras. Dale saludos de mi parte a tu esposa e hijas.

—De nada, lo haré con gusto. Quizá pronto regreses a Valencia si solo vas a investigar sobre el reloj.

Crónidas tardó un poco en responder, pero finalmente lo hizo con un extraño brillo en la mirada:

—¿Quién sabe? Tal vez me anime a echarle un vistazo a su mecanismo.

Víctor también tardó en responder.

—Bueno, supongo que tomarás precauciones, al fin y al cabo sabes lo que haces —contestó al fin, encogiéndose de hombros.

—Todo estará bajo control, no te preocupes.

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El festiva verde siguió su camino rumbo a la ciudad mientras que Crónidas, emocionado, se disponía a entrar en la vivienda de los Portillo. El profesor hizo pasar al extranjero a su despacho. Unos minutos más tarde, su señora entró con sendos trozos de torta de calabaza, o ahuyama, como la llamaba la señora Portillo. Crónidas agradeció el gesto e inmediatamente sintió su paladar igualmente agradecido con ese sabor tan agradable.

Después de degustar el postre, el profesor comenzó a rebuscar entre los cajones de su escritorio en busca de algunos documentos y fotografías para mostrarle a Crónidas. Se trataba de viejos recortes de periódico, amarillentos por el paso del tiempo. El relojero, examinó todos y cada uno de ellos, tomándoles fotos con su teléfono celular, con el permiso del profesor.

—Después de la muerte del general Gómez —dijo el cronista, señalando con los labios un retrato del Benemérito que conservaba enmarcado y colgado de una de las paredes—, como ya sabes, el reloj fue trasladado aquí, a Güigüe, posteriormente lo ubicaron en el centro de la plaza Ávila que está frente a la iglesia, pero no funcionaba, así que contrataron los servicios de un relojero para que lo reparara, de esta forma el reloj cobró vida nuevamente, pero solo por unos pocos días cuando volvió a detenerse. El relojero fue encontrado muerto en su residencia y según los registros forenses, la hora del deceso coincidía con la nueva que en ese momento marcaba el reloj, la hora en que se había detenido.

—¿Cuál era el nombre de ese relojero? —preguntó Piaget activando la grabadora de su teléfono celular, antes de colocarlo sobre el escritorio del profesor—. ¿No se determinó la causa de la muerte?

El profesor negó con la cabeza.

—Desafortunadamente no hay registros sobre él. No se conoce su nombre y mucho menos la causa de la muerte. En esos días, cuando un médico desconocía o se desconcertaba con la causa de una muerte, simplemente apuntaba en el acta que la persona había perecido de lo que llamaban «muerte oscura». Por lo demás, como es lógico, al ser la primera víctima, la gente no relacionó la reparación del reloj con el deceso del hombre. Pero luego del pasar de los años y al ver que más personas morían después de repararlo, sí que lo tomaron en cuenta como la primera víctima, aunque no se tenga más información sobre él.

—¿Cuánto tiempo permaneció averiado el reloj luego de la muerte de ese hombre? ¿Quién fue el siguiente? —preguntó Piaget curioso, acomodándose en su asiento.

—Permaneció así hasta 1940 —respondió el docente, ajustándose las gafas mientras le presentaba a Crónidas un nuevo recorte de periódico amarillento que mostraba a un hombre mayor, en lo que parecía un taller, en medio de tuercas, tornillos y relojes. Sobre la fotografía había un titular que rezaba:

Muere Salvatore, el relojero del pueblo.

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Salvatore Consoli era un inmigrante italiano que había llegado a aquellas tierras lejanas en busca de la estabilidad económica y emocional que lamentablemente le había negado su propio país a causa de la terrible recesión. Su profesión le había servido de mucho e incluso logró juntar el dinero suficiente para comprar la casa colonial que rentaba junto a su familia. En ella instaló, en una de las habitaciones, un pequeño taller donde sus vecinos llevaban toda clase de relojes para ser reparados: desde simples relojes de bolsillo, hasta los más finos y complicados modelos de reloj cucú suizos y alemanes. Si se trataba de un modelo de pedestal, Salvatore se trasladaba hasta la casa del cliente y se llevaba consigo a su amigo Andrés Mijares, a quien todos los habitantes del pueblo, llamaban cariñosamente «Chipia».

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En los primeros años de su llegada a Güigüe, Salvatore trabajó como jornalero en una hacienda cafetalera, y fue allí donde conoció a su compañero que más tarde se convertiría en su mejor amigo y aprendiz, Chipia. El joven fue un pilar en quién el extranjero se apoyó debido a su personalidad cordial y amistosa, no solo le mostró una forma de recolectar los granos de café en el menor tiempo posible para ganar más dinero, sino que además, con paciencia, lo ayudó a pronunciar mejor el español, e incluso le enseñó palabras locales.

Cada vez que uno de los relojes que se usaba para medir el tiempo de los jornaleros en la hacienda se averiaba, era Salvatore quién se ofrecía a repararlo y por lo tanto recibía una bonificación extra. Poco a poco comenzó a reparar también los relojes de bolsillo del dueño de la hacienda y posteriormente los de todo el que lo solicitase. Fue así que, después de un tiempo, el hombre se vio libre del duro trabajo bajo el sol, y decidió dedicarse, desde la comodidad de su hogar, al oficio que había aprendido en su tierra. Evidentemente, Salvatore le había tomado gran aprecio a Chipia, así que unos meses después lo invitó a trabajar con él como aprendiz. Su amigo, que era tan hábil como él, aprendió en poco tiempo, por lo tanto, pronto le sirvió de gran ayuda cuando tenían muchos clientes.

El reloj de Güigüe seguía averiado, allí, abandonado a la buena de Dios en medio de la plaza. ¿Cómo era posible que aquella joya tan hermosa permaneciera inservible, incapaz de llevar a cabo el objetivo para el cuál fue construido? —pensaba el italiano cada vez que lo contemplaba, sentado en una banqueta de la plaza mientras alimentaba a las palomas, los domingos, después de misa. Por eso se puso tan feliz cuando recibió la solicitud de sus servicios por parte del ayuntamiento para que le reparar el mecanismo. Lo vio como un reto ya que desconocía si aquello era posible luego de cuarenta años de haber permanecido estático. Cada tuerca, tornillo, manecillas y demás piezas, estarían quizá bastante oxidadas, pero nada de esto le importó, estaba feliz de tener el honor de llevar a cabo semejante empresa.

Como es lógico, su amigo Chipia quiso ayudarlo en tan importante labor. Si lograban poner en funcionamiento aquel viejo reloj, no solo el alcalde, sino también el pueblo, comenzarían a verlos como héroes. Pero había demasiado trabajo en el taller de Salvatore y por lo tanto, Chipia tuvo que hacerse cargo de eso.

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Tal y como lo había vaticinado, al momento de abrir la compuerta que resguardaba el mecanismo, Salvatore confirmó que todas las piezas se encontraban cubiertas por herrumbre, pero se llevó una sorpresa al descubrir que no era demasiada, de hecho, solo bastó un poco de un líquido especial con el que el relojero humedeció un estropajo, para que todas las piezas quedaran como nuevas.

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El hombre se llenó de paciencia y, valiéndose de sus habilidades, comenzó a colocar aquí, a quitar por allá, conectar esto con lo otro, ajustar un tornillo y así, luego de algunos días, cerró la compuerta lleno de satisfacción y orgullo al escuchar el leve, pero constante martilleo monótono que indicaba que su trabajo había concluido con éxito.

Tic... Tac... Tic... Tac...

El reloj de Güigüe había vuelto a funcionar después de cuarenta años y los lugareños lo celebraron con gran júbilo, aprovechando las fiestas patronales del pueblo. Hubo fuegos artificiales y hasta reprodujeron en un gramófono, los acordes de una tarantela para honrar a Salvatore. El hombre y su familia lloraron de nostalgia por su tierra, pero también de alegría por haber hecho semejante aporte al pueblo que los había recibido con tanto cariño.

Y la alegría alcanzó la cúspide cuando el alcalde nombró a Salvatore, relojero oficial del icono del pueblo. Su amigo Chipia lo felicitó con sinceridad, estaba feliz por él y orgulloso de su logro...

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Lamentablemente toda esa felicidad duró solo unos días cuando Salvatore recibió noticias nefastas de su amada tierra...

—Per le unghie di cristo! (¡Por los clavos de cristo!) —exclamó estupefacto el relojero, sosteniendo aún la carta con manos temblorosas.

—¿Qué sucede? —preguntó nervioso Chipia, que ya a esas alturas conocía a la perfección la lengua de su amigo.

—Lo que me temía —respondió el otro, esta vez en español—. ¡Estalló la guerra!

—Tengo que ir allá —susurró Salvatore, pasándose la mano por el rostro una y otra vez.

—¿Estás loco? ¿Piensas regresar? Todo debe ser un caos allá. ¡ES LA GUERRA! Non capisci? (no lo entiendes)

—Tú eres la que no comprende, mi madre está allá y también tus hermanos. Debo ir a ver a la familia, brindarles apoyo en lo que pueda. Aquí nos ha ido de maravilla, querida, quiero traerlos con nosotros. Primero iré por mamá y Paola, mi hermana más joven, después traeré a los demás.

—Cuídate mucho, amigo —susurró Chipia al despedirlo minutos antes de que éste se embarcara rumbo a su patria.

—Regresaré, Chipia, te lo prometo. Mientras tanto cuida de mi esposa. Mis hijos seguirán ayudándote en el taller.

El barco zarpó finalmente y comenzó a alejarse.

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—¡Volveré!... Te lo prometo —gritaba Salvatore mientras agitaba un pañuelo como los demás pasajeros, pero sus palabras se perdían en medio de las otras exclamaciones a su alrededor, del llanto melancólico, se alejaban arrastradas con la brisa del mar, disolviéndose como la sal.

Ni Chipia, ni el propio Salvatore imaginaron jamás que una fuerza mayor a su convicción, impediría que esa promesa llegara a cumplirse...

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La segunda guerra mundial era un hecho inminente y estaba acabando con Europa, regresar a Italia era una locura, sí, pero debía hacerlo, Salvatore no podía simplemente quedarse a salvo mientras esperaba noticias, probablemente nefastas, de aquellos a los que había dejado atrás con tanto pesar alguna vez.

Cuando Salvatore llegó a su país, se instaló en un pequeño hotel de una ciudad cercana a su pueblo natal. En efecto reinaba el caos. El color predominante era el verde, no por los árboles, sino por los tanques de guerra y el uniforme de los soldados. Había tiendas de campaña en cada esquina en donde monjas y enfermeras atendían a los heridos. El relojero quería llegar cuanto antes a la casa de su madre y comprobar cómo se encontraban todos desde el momento en que enviaron la carta, pero quedaba todavía una larga distancia por delante, por lo tanto. lo mejor sería pasar la noche en ese hotel.

Pero Salvatore no pudo ver a su familia, el viaje quedó inconcluso cuando, en mitad de la noche, una fuerte explosión reverberó en las calles de la ciudad. Fue demasiado rápido e inesperado, nadie pudo, ni habría podido evitarlo jamás, tampoco se supo el porqué de ese ataque, específicamente a un hotel en el que no se alojaba ningún político o personalidad influyente, pero así, sin razón alguna, como dirigida por el destino o por algo más... una bomba cayó sobre el hotel, cegando la vida de todos los huéspedes, llevándose la de Salvatore, justo en el momento en que el reloj que había dejado atrás en el lejano Güigüe, se detenía de nuevo.

Tic... Tac... Tic... Tac... TIC...

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Espero que les haya gustado este cuarto capítulo, amigos y que acompañen a Cronidas en su viaje a través del tiempo para descubrir lo que le sucede al mítico reloj que tanto le apasiona.

¡Gracias por leer y comentar!.jpg

La portada, la imagen de despedida y el separador de texto que usé para este post fueron diseñados por mí, usando Canva

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