En lo más profundo de su ser, el alma yacía sumida en una tristeza indescriptible. Una tristeza que no tenía principio ni fin, que parecía haberse apoderado de cada fibra de su ser y que la consumía lentamente, como un fuego voraz que devora todo a su paso.
Sus ojos, antes llenos de brillo y alegría, ahora reflejaban un vacío insondable, una sombra de melancolía que parecía no tener fin. Cada suspiro era un lamento silencioso, cada mirada perdida en el horizonte era un grito desesperado en busca de consuelo.
Se sentía sola, abandonada en un mar de emociones turbulentas que la arrastraban sin piedad hacia lo más profundo de la desesperación. La tristeza se había convertido en su compañera constante, en su sombra inseparable que la seguía a todas partes, impidiéndole encontrar la paz que tanto anhelaba.
Recordaba tiempos pasados, momentos felices que ahora parecían tan lejanos como un sueño lejano. La risa, el amor, la esperanza; todo se desvanecía ante sus ojos como hojas marchitas arrastradas por el viento del olvido. Y en su corazón solo quedaba un eco sordo de dolor, una herida abierta que nunca sanaría.
Intentaba buscar consuelo en las palabras de los demás, en los gestos de cariño y afecto que le ofrecían con sincera preocupación. Pero nada podía calmar la tormenta que rugía en su interior, nada podía hacer desaparecer la oscuridad que la envolvía como un manto gélido.
Y así, día tras día, la tristeza del alma se hacía más profunda, más insondable, más imposible de ignorar. Se aferraba a ella como un lastre pesado, como una carga que la arrastraba hacia lo más oscuro y desconocido de su ser.
Y en medio de esa oscuridad, en medio de esa tristeza abrumadora, el alma buscaba desesperadamente una luz que pudiera guiarla de vuelta a la vida, una esperanza que pudiera devolverle la paz y la alegría perdidas. Pero por ahora, solo reinaba la tristeza en su alma, como una sombra eterna que parecía no tener fin.
