Entrada al Concurso de minicuentos de Literatos | Yo, el más salado

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Yo, el más salado



Otro día, otro miserable día en el que llovizna en Pelicanía. A veces, sólo a veces me pregunto cuándo saldré de este pueblo costero.


Por más que me esfuerzo, no me gano la lotería, ni tengo grandes pescas. De esto, mi esposa, la kraken, me espera cada noche para engullirme palabra tras palabra.

No tenemos ni plata, ni sexo ni mucho menos hijos. Sólo somos nosotros dos condenando nuestras existencias mutuamente frente al salitre que nos deshace año tras año en Pelicanía.

También debo confesarles que, aparte de todo, mi esposa no sabe que tengo cáncer. Creo que, si se lo decía al enterarme, ella lloraría mares. Si se lo digo ahora, me matará.

Por eso es que llevo mucho tiempo sin tomar el postre con ella. No quiero que empiece la preguntadera y me descubra.

En cambio, salgo a deambular por las grises calles de Pelicanía. En una esquina, un basurero como el Everest; en medio de la calle principal, un cráter lunar; en la comisaría, otro policía que está por roncar.

Todos los días me pregunto por qué a mis papas se les ocurrió tenerme y criarme en Pelicanía, si más alegre se siente un velorio.

La nube de mis pensamientos normalmente es densa, pero hoy empieza a desaparecer como si nada. O eso creí.

Al principio no sé que pasa, pero pronto me fijo y veo hay una tormenta sobre mí. En realidad, todo Pelicanía está cercado por una monstruosa nube negra que parece el apocalipsis.

Las olas revientan alocadas contra el muelle principal y veo gente corriendo. El espanto y la impotencia de experimentar semejante caos me hace unirme a la manada de cuerpos quebradizos que a cada grito se ven más vulnerables.

Es en cuestión de minutos que las diez calles de Pelicanía se van inundando de agua de mar. Los peces no saben qué pasa y nosotros tampoco.

Mira que hay que tener la peor suerte del mundo para vivir en la Atlántida moderna.

¡Ezra, Ezra, mi esposa!—es lo único en lo que pienso ahora.

En lo que voy llegando a la calle 3, donde vivimos, siento un golpe en mi pierna izquierda. En un primer momento, pienso es un tiburón que me quiere de cena, pero cuando veo mejor, me doy cuenta es una cara joven en el agua.

Un niño lucha por su vida para no morir ahogado.

Con la fuerza que me escasea cada día, intento poner freno a su desespero, pero en vez de esto, nos hundimos los dos en uno de los riachuelos que se apoderaban de Pelicanía.

En semejante momento me acuerdo de las muertes en mi vida: la de mis seres queridos y la silenciosa de todos los días frente a mi esposa.

¿Dejar ganar ahora una muerte extraordinaria? No. Claro que no.

Quizás como un gran pez espada, salgo disparado hacia arriba buscando con mi pico conseguir la salvación del niño.

Con mis brazos en alto, voy llevando su pequeño cuerpo, raspado y jadeante, hacia un ventanal al que no llega el agua. Le digo que se agarre fuerte del mismo y pida ayuda.

Poco después, el agua toma más fuerza. Ya mi cuerpo cincuentón no resiste y es revolcado con demencia.

Dicen que lo que no se planea, sale mejor. ¿Qué tal esto? Al menos en el proceso de mi muerte, puedo estar contento al salvar a un inocente, saber que mi mujer será feliz sin mí y que yo más nunca volveré a ver otro amanecer gris en Pelicanía.



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