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Ambición Peligrosa

El reflejo de las pantallas de las computadoras en los lentes de Sam, muestran una abrumadora realidad que golpea su sentir. Su rostro, desencajado y compungido, expresa el deseo desesperado de que todo sea una horrible pesadilla. Mientras sus brillantes ojos azules recorren cada espacio de las líneas que muestran la debacle de sus negocios, su boca se contrae en una mueca tortuosa. Con el corazón acelerado y sus sentimientos a punto de desbordarse, asiste a la muerte del imperio financiero que ha construido en los últimos tres años.

Mientras los gráficos de sus negocios e inversiones se deslizan en una tendencia irremediable de deudas y perdidas, Sam no puede menos que sentirse derrotado. A pesar de sus casi 1,85 metros de estatura, este fornido ex jugador de futbol americano, se debilita en la marea que sepulta sus riquezas. Se lleva sus gruesas manos a la cara y en un gesto de desánimo acompañado de tristeza, deja escapar un leve suspiro de dolor. Aun con las manos cubriendo su rostro, escucha la voz de quien ha sido su mayor socia y confidente personal:

— No es momento para derrumbarnos Sam, debemos irnos ahora — le dice Irene, la espigada rubia de rostro diamantino y ojos color café, quien lo observa escudada tras la puerta que comunica con su oficina. A diferencia de otros días, Irene no viste con la elegancia y sobriedad que la caracterizan. Su muy delineada figura de modelo de pasarela, se destaca tras el apretado jeans, la blusa colorida y zapatillas deportivas que hoy la cubren. Su cabello, liso y brillante como el oro, está cubierto por una gorra deportiva con el emblema de los Toros, el antiguo equipo de fútbol americano donde Sam cumplió su carrera como deportista.

Sam se levanta de su silla, toma su portátil y desconecta los cables de los demás equipos que se encuentran en su escritorio. Rápidamente, camina donde aún lo espera Irene y mientras camina hacia ella, dirige su mirada a través del cristal que separa su oficina del resto de las dependencias de su empresa. Tras el cristal y en diversos cubículos colocados en orden, varias miradas curiosas, algunas temerosas y otras acusadoras, se cruzan con la suya.

Entra a la oficina de Irene, quien tras cerrar y asegurar la puerta, lo toma por el mentón y lo observa fijamente. Sus ojos se encuentran y ella sonríe. Luego, coloca su dedo índice sobre los labios de Sam y con su más dulce voz, le susurra:

— Lo lograremos mi amor, saldremos con bien de todo esto. — Acto seguido, le planta un tierno beso con sus finos labios, acaramelados y brillosos.

— Creo que nuestra ambición fue demasiado grande, Irene— contesta Sam, mientras observa el rostro de porcelana de la esbelta chica.

— Somos tiburones cariño, y es nuestra naturaleza siempre ir por más, — responde Irene mientras camina a tomar su bolso del escritorio, — Ahora nos toca ponernos a salvo mientras esta carnicería devora a unos cuantos. Tú y yo seremos quienes nos levantaremos sobre las ruinas de lo que quede aquí, pero no lo haremos si terminamos tras las rejas— le espeta con firmeza, mientras lo observa con cara seria, recostada del escritorio.