To this place in Havana, we go to laugh with friends, with our lovers. Some also come to do their walk or run of the day, as a sports track of approximately 7.2 km in length, which crosses from the historic heart of the city to Vedado.
Others go to be alone, or with a book, or to mourn a loss.
The Malecón has been a silent witness to the stories of Cubans for centuries. The salty melodies of those who, guitar in hand, go there to interpret their songs, either to erase nostalgia or to earn a few dollars.
The urban symphony of car engines, voices, laughter, singers, drunks, and the occasional shameless person who simply takes the chance to grab someone else's wallet, with the subsequent cry of "I was robbed" rises above the crashing of the waves.
In the afternoon, when the weather is good, the sea is there, immense but barely audible. Crouching, you just notice it, because it is impossible not to see it if you look north from the Malecón. Very different from the furious pounding of the waves against the wall in stormy weather, which gives us a vision almost as spectacular as the destruction they leave in their wake.
Like life itself, this wall is full of grayscales, of hearts and scratched names that were once there, and that still hold together through the decades, or maybe not. Full of stains and scars, but it is.
SPANISH VERSION (click here!)
El Malecón de la esperanza y la desesperanza.
A este lugar de La Habana, vamos reír con los amigos, con nuestras parejas. También acuden algunos para hacer su caminata o carrera del día, como una pista deportiva de aproximadamente 7.2 km de extensión, que recorre de desde el casco histórico hasta el Vedado.
Otros van a estar solos, o con un libro, o a llorar una pérdida.
El Malecón, es testigo silente de las historias de cubanos desde hace siglos. Allí se entremezclan las melodías saladas, de los que guitarra en mano van a interpretar sus canciones, ya sea para borrar nostalgias o para ganar algunos dólares.
La sinfonía urbana de motores de carros, voces, risas, cantores, borrachos, y algún que otro aprovechado del despiste para apropiarse de una cartera ajena, con su posterior grito de "atájalo" se elevan por encima del entrechocar de olas.
En la tarde, cuando hay buen tiempo, el mar está ahí, inmenso pero apenas se escucha. Agazapado que solo lo notas, porque es imposible no verlo si miras hacia el norte desde el Malecón. Muy diferente al golpeteo furioso de las olas contra el muro en tiempo de tormenta, que nos regala una vision casi tan espectacular como el destrozo que dejan tras su paso.
Como la vida misma, este muro está lleno de escalas de grises, de corazones y nombres rascados que un día estuvieron allí, y que aún se mantienen juntos al paso de las décadas, o puede que no. Llenito de manchas y cicatrices, pero está.