El Mercado Viejo (capítulo de novela. 2 de 2)

Gente de Hive: Con este post culmino la publicación de un capítulo de mi novela El discreto enemigo, con la esperanza de que sea de su agrado.
Muchos saludos, y feliz 2022.


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Me acerqué lentamente, la mano derecha en el bolsillo del pantalón sosteniendo la pistola: cualquier bulto informe era una amenaza. Evité las entradas laterales y me dirigí a la principal. No encontré a nadie hasta llegar al primer patio: un círculo de niños alrededor de una fogata cocinaba o quizás se divertía mirando el fuego, quemando cosas y cantando. No me prestaron atención sino cuando estuve a su lado, pregunté por el Pollino, no me respondieron, pero uno de los muchachos mayores hizo un gesto con la cabeza y otro se levantó y corrió hacia el interior de la estructura. Los demás continuaron en lo suyo. Al poco rato volvió el mensajero y me dijo que lo siguiera.

Si el exterior del edificio resulta amenazante para los buenos ciudadanos que deben transitar por sus cercanías durante el día −nadie que no pertenezca a su mundo lo hará de noche−, con sus aires putrefactos de cárcel y manicomio, el interior es solo concebible como la pesadilla de un consumidor de piedra. Muchas de las estancias que habían sido depósitos y oficinas estaban sin techo, y desde lo alto se filtraba una luz nocturna que iluminaba los cuerpos apoyados en las paredes o dispuestos de cualquier modo en el piso, formando irregulares barreras, puentes, límites, accidentes geográficos que mi guía me ayudaba a sortear, como dirige un piloto experimentado las embarcaciones en aguas peligrosas de arrecifes y corales. Otras zonas conservaban los techos y eran tan oscuras que mi guía debía tomarme de la mano para que no me extraviara.

Atravesamos agujeros excavados en los muros, subimos escaleras que parecían no conducir a ninguna parte. De pronto, estuvimos bajo el techo de una espaciosa sala alumbrada por lámparas de kerosene que había sido dividida por múltiples tabiques de cartón, planchas de zinc y telas sostenidas por palos.

En cada nicho había un colchón o una acumulación de diversos tipos de desechos que cumplía las mismas funciones, y en cada nicho una pareja o un trío se anudaba en la desesperación del amor. Estaba en el más grande prostíbulo de la ciudad, sin dueño, sin regente, sin normas, autogestionario, expresión de la perfecta democracia. Un olor espeso, acre y nauseabundo nos rodeaba como anillos concéntricos de veneno. El Pollino se encontraba en el centro de aquel gigantesco jadeo, de aquella convulsionada bestia de innumerables lomos. Sin embargo, hacía tiempo que había terminado su propia actividad, ahora aguardaba sobre el mugriento jergón con las piernas cruzadas y el sexo colgado, con su flacura de adolescente desnutrido −aunque yo sabía que tenía más de veinte años− y su rostro picado por la viruela sufrida en la niñez: un rostro destruido, devastado, hundido sobre sí mismo.

A su lado dormía una muchacha de doce o trece años, desnuda también, un saco de huesos, como se dice comúnmente, con un hambre más vieja que ella, que vendría de sus padres y sus abuelos y más atrás y se había transmitido como se transmite una enfermedad sexual por la sangre y el semen a través de innumerables generaciones levantadas y vueltas a caer en la oscuridad de sus nacimientos y muertes.

El niño que me acompañaba se mantuvo apartado de nosotros mientras conversábamos. El joven drogado, investido de autoridad, poder, prestigio ganado en la extrema abyección y la aplicación de una violencia rápida y certera, y yo, emisario de potencias conocidas en el mundo del Mercado Viejo: los financistas, los aguantadores, quienes suministran la droga y las armas, empleadores en momentos de necesidad, aliados en un sentido; explotadores, chulos, aprovechadores en otras circunstancias; figuras del mismo mundo, en la superficie, a flote; a veces coexistiendo en tensión y oposición.


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Le expliqué al Pollino para qué requeríamos sus servicios −y nuevamente pensé que era una mala idea, un riesgo innecesario trabajar con alguien así: inestable, volado de la cabeza, furioso, pero en el fondo, eso no era asunto mío, al menos eso creía−, cuándo debería estar disponible y dónde nos veríamos. Él dijo pocas cosas, las palabras indispensables, una o dos preguntas, mientras calentaba la bombilla de vidrio, aspiraba, me miraba desde cuencas vacías, antiguas, y una red de venas azules palpitaba en su cráneo prematuramente calvo, quemado por el sol o por el fuego interior que lo consumía sin remisión. Estuvimos de acuerdo y callamos, él se dio media vuelta mostrándome el protuberante espinazo en la espalda llena de cicatrices, las nalgas consumidas, y comenzó a acariciar el sexo de la muchacha dormida, inerte.

Inicié el camino de salida, o de ascenso, porque yo sabía que estaba en una fortaleza bajo tierra, en una ciudad condenada, doliente, más abajo del nivel del río, soportando toneladas de piedra, fango, agua sucia de excrementos, limo y raíces de los árboles de la orilla. Todo gravitaba sobre el edificio y sus ocupantes. El peso del mundo. El peso de la noche.

El niño me conducía en silencio, atravesábamos con seguridad la red de oscuridad y sombra, dejamos atrás peligros −una viga de acero a la altura de mi cabeza, un hoyo invisible en el suelo, una alfombra de botellas partidas: agudos puntos de luz−, y nos acercamos a la salida, el gran portal principal. Los de la fogata ya no estaban. Tres ratas gordas cruzaron el patio, una detrás de otra, en orden. El niño me acompañó hasta la calle, saqué unos billetes del bolsillo del pantalón y se los entregué. Por primera vez traté de ver su rostro, sus ojos, pero retrocedió con rapidez y se internó en lo oscuro.

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GRACIAS POR LA VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

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