Para hablar de mis miedos debo entrar en la cápsula del tiempo y viajar antes de mi nacimiento. Yo iba de lo más contento junto con una cuerda de locos. Todos éramos arrastrados por un torrente que parecía no tener destino. Pertenecíamos al team de papá.

Como sea, yo me divertía hasta que vi aquella monstruosidad. Era un óvulo enorme que se movía buscando devorar a uno de nosotros. El torrente necio me llevó ante el monstruo y de inmediato fui succionado. Ese acontecimiento fue mi primera experiencia con el miedo.

Nueve meses después, tuve mi segundo encuentro cercano con el miedo. Un desgraciado médico me tomó por las patas y me dio una soberana nalgada. Todavía me duele al sentarme. A partir de ese momento ver un médico o entrar en una edificación de la salud me era aterrador. Sobre todo, de salud mental.

En una oportunidad, no recuerdo mi edad, pero sí claramente que no le llegaba a la cadera de mi padre, estando en la calle, justo para cruzar una vía muy transitada por vehículos, se apareció un perro. Ese animalito quiso ser sociable conmigo, pero como todo fue inesperado yo me asusté y grité. El perro de inmediato ladró y mi madre me tomó cargado. A partir de allí el miedo a los perros se adueñó de mí por muchos años hasta que llegó a mi vida Chester. Un ángel maravilloso de cuatro patas. Él con ternura y lealtad hizo que mi temor por los perros desapareciera. Eso fue en el 2013. O sea, ya habían pasado muchísimas lunas, toda una vida.

No solamente, llegué a temer a los perros. También tuve una experiencia extraña con los gatos. En este punto puedo asegurar que fue por culpa de mi madre. Mi madre decía que los gatos no debían subirse a la cama, que no podía dormir con ellos porque al estar yo dormido el gato podía darme un zarpado a mi yugular y desangrarme. Esas palabras fueron aterradoras para el niño que yo era.

Una madrugada, dormía plácidamente cuando de repente me di cuenta de que el gato estaba a mi lado. Las alarmas se encendieron en mí recordando las palabras de mamá. De inmediato agarré al gato, abrí la puerta que conducía al patio trasero de la casa y lancé el gato por los aires. Creo que lo vi volar a una altura de seis, siete metros de altura. El miedo me hizo cometer esa atrocidad.

De repente y para terminarme de asustar, de las sombras, apareció papá y me dijo: mataste al gato. Como me costó dormir esa madrugada, el sentimiento de culpa no me dejaba. Como sea el cansancio me venció y caí. Al despertar a media mañana con la moral en cero por haber asesinado al gato, me dirigí a la cocina para desayunar. Al pasar por la sala veo al desgraciado gato jugando con mis hermanos. Esos bichos como que sí tienen varias vidas.

Pero el cuento no acababa allí, siguiendo en la máquina del tiempo y retrocediendo una vez más, pasó lo más aterrador. Estando en la cocina junto con mis hermanos, consumiendo el desayuno, vi que el gato parecía vomitar. De su boca salió una cosa blanca. De inmediato le dije a mamá lo que acababa de ver. Ella, sin decir nada, nos sacó de la cocina y llamó a papá. Papá entró y cerró la puerta.

De repente se escuchó un alboroto, ollas caían, platos que se quebraban, gritos de papá estaban en el ambiente junto con los maullidos del gato que sonaban de forma espeluznante. Parecía una batalla campal. Hasta que llegó la calma. Pasaron varios minutos y nada se escuchaba. Mamá decidió abrir la puerta y nosotros estábamos detrás de su falda. Al abrirse la puerta, vimos como el endemoniado gato salió de lo más campante y al fondo de la cocina, yacía papá tirado en el suelo, todo arañado y con la ropa rasgada. Así cualquiera no se metía con el gato. Años después conocí a Antonieta, una pequeña gata, hermosa, dulce, que me hizo amar a los gatos.

Hoy en día, lo que me aterra es ver las piernas peludas de una mujer. Me hace recordar las películas del hombre lobo que veía en la TV cuando niño. Es un trauma que no logro superar. Tal vez necesite terapia, ¿ustedes que creen?