EL TÚNEL METAFÍSICO-PSICOLÓGICO (Ensayo sobre la novela El túnel de Ernesto Sábato) - Parte V

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EL TÚNEL DE UN ASESINO


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EL ENCIERRO DE CASTEL

Tras aquella confrontación, María pareció alejarse de Castel. Durante varios días, con acusada desesperación, este la buscó, la llamó, le escribió; pero no consiguió ninguna respuesta hasta que, finalmente, le llegó una carta de ella en la que lo invitaba a la estancia de Hunter.

La estadía de Castel sería breve y la pasaría en un estado de profunda tristeza. Allí María vuelve a hablar de la escena del cuadro; sus palabras se nos revelan casi como un eco de los sentimientos amorosos hacia María que viniera expresando el propio Castel a lo largo del relato:

A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida (101).

Sin embargo, estas tiernas palabras, las recibe Castel con un aire nostálgico; sus pensamientos están concentrados en las sospechas que fue acumulando contra María.

¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza... (102).

Todo lo que sucede a su alrededor lo interpreta de manera unívoca para alimentar su inquina hacia ella; pero, además, se predispone para encontrar indicios que le ayuden a confirmar sus conjeturas. Así, primero admitió que se dedicó a observar a Hunter con celosa atención para hallar en él signos que acreditaran sus prejuicios: “Vigilé las palabras y los gestos de Hunter porque intuí que echarían luz sobre muchas cosas que se me estaban ocurriendo y sobre otras ideas que estaban por reforzarse” (104) y aquella noche, tras una serie de razonamientos obsesivos, originados justamente en algún gesto que creyó percibir en Hunter, nos dice que llegó a la conclusión de que él y María eran amantes. Pero, evidentemente, esta conclusión a la que arriba estaba ya en la mente de Castel como ocurrencia o idea cuando se puso a la tarea de investigar minuciosamente a Hunter.

Se descubre aquí un descarrío en el proceder de Castel: en lugar de observar los hechos para, a partir de su interpretación, formarse las ideas; concibe primero sus ideas y, luego, busca signos en la realidad para interpretarlos de acuerdo con ellas. Es este el modo en que se relaciona el loco con su circunstancia: vive antes en su cabeza que en el mundo y pretende hacer entrar al mundo en su cabeza.

Al día siguiente, apenas amaneció y sin despedirse de Hunter ni de María, volvió para Buenos Aires. Su desesperación fue creciendo a la vez que se convencía más y más de que María era la culpable de su padecimiento, hasta que ello lo percibió como una certeza. Tras lo que él llama un “lúdico pero fantasmagórico examen”, que consistió en un repaso atropellado aunque pormenorizado de todos los signos que había venido recogiendo y a los que asignaba un significado inequívoco, resuelve matar a María:

Mi cerebro funcionaba ya con la lúcida ferocidad de los mejores días: vi nítidamente que era preciso terminar y que no debía dejarme embaucar una vez más por su voz dolorida y su espíritu de comediante. Tenía que dejarme guiar únicamente por la lógica y debía llevar, sin temor, hasta las últimas consecuencias, las frases sospechosas, los gestos, los silencios equívocos de María (120).

Esos días previos al crimen que cometería los define como los más atroces de su vida. Luego de sufrir un desencuentro con María, que él interpreta como un abandono, resuelve ir de nuevo hacia la estancia, pero sin anunciarse; un sentimiento de profunda soledad lo embargaba. Llegó de noche; es entonces que tienen lugar las reflexiones que lo llevan a imaginar que toda su vida había transcurrido en un túnel:

Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? y ¿por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado (130).

Está claro que el túnel es la imagen con la que Castel expresa la soledad en que transcurre su existencia. Vemos en este fragmento que a lo largo de su reflexión va variando la forma específica con que esa imagen describe sus sensaciones. En concreto, se trata de tres variaciones que resumen el proceso interno que ha tenido Castel desde que conoció a María.

Empieza por ver dos túneles paralelos, el de él y el de María, que terminan por cruzarse. Ese encuentro de túneles lo atribuye a la escena del cuadro; en efecto, como vimos antes, es en ella en donde las almas de Castel y María se congregan en aparente plenitud.

Pero Castel luego piensa que eso es una ilusión suya, que en realidad nunca existió ese encuentro, que ambos túneles siguen estando paralelos, que todo lo que consigue es verla a María como a través de un muro de vidrio y que ni siquiera puede verla de continuo, sino a intervalos. En esta segunda variación de la imagen de los túneles vemos que aparecen sus miedos, sus dudas respecto de María. ¿Quién es María en aquellos momentos en que él deja de poder verla? La supone otra; conviven entonces dos Marías en esta segunda variante: la María que le arroja la escena de la ventanita, que lo completa como si fuera su alma gemela, y aquella que supone por no poder ver; pero la supone frívola e incluso riéndose de él, burlándose de su ingenuidad.

Finalmente, en la última imagen, María ya no tiene túnel, no hay más túnel que el de él; María forma parte del mundo externo, de aquel mundo que él detesta. Aquí vemos que muere la primera María, la que surgía a partir de la escena de la pintura, y solo queda la mundana: una mujer frívola que había logrado entrever aquella soledad existencial de Castel, pero que no comparte con él esa realidad, sino que se trata tan solo de una espectadora que a veces lo espera calladamente, sin dejar de ser del “mundo sin límites de los que no viven en túneles”; una mujer con una vida normal, frívola, que permanece mayormente ajena a él, a su circunstancia, y, a tal punto despreocupada por su suerte y padecimientos, que se ríe de él a sus espaldas.

Así, vemos que ya no quedan en Castel pensamientos favorables hacia María, se muestra convencido de que ella lo había engañado, que se había estado riendo de él, de sus sentimientos. Y diciéndole “Me has dejado solo”, la mata acuchillándola.

En relación al sentido de este crimen, el propio Sábato nos brinda una pista que abona el análisis que venimos realizando:

Podría ser que al matar a su amante, Castel realiza un último intento de fijarla para la eternidad. Aunque también se me ha dicho que es un último y catastrófico intento de poseerla en forma absoluta; señalándoseme que la mata a cuchilladas en el vientre, no con revólver ni estrangulándola (Sábato: 1964, 16).

No puede leerse ya más que un completo enajenamiento en Castel. Tras su asesinato, vuelve de inmediato a Buenos Aires y se dirige directamente a la casa de Allende. Entró en ella con violencia y le dijo a los gritos al ciego que María era amante de Hunter, suya y de muchos otros, pero que ya no podría engañar a nadie. El ciego, comprendiendo que la había asesinado, lo persiguió llorando y gritándole repetidamente “insensato”, pero Castel logró escaparse y luego se entregó a la policía. Allende, por su parte, se quitaría la vida.

Al llegar con la lectura al último capítulo advertimos que Castel nos está refiriendo su historia desde el encierro, en lo que pareciera ser un manicomio. En este capítulo final confiesa que, a pesar de su esfuerzo, no ha conseguido aún comprender el sentido de que el ciego Allende le espetara la palabra insensato, así como tampoco su suicidio.[10] Son signos estos que, al parecer, Castel no alcanza a interpretar; no logra de momento incorporarlos a su mundo para lograr ese homosemantismo del que nos hablara Foucault. Es que no ve más allá de su propia realidad creada en la que una María mentirosa y perversa merecía ser asesinada; acaso creería que Allende hubiera debido estarle agradecido por liberarlo también a él de aquella mujer. Pero nosotros sabemos que hay otros mundos, otros significados, que no nos son presentados ya que como lectores asistimos tan solo a la verdad que refiere un narrador que no reconoce conceptos fuera de los que ha construido con razonamientos tan obsesivos como restringidos. Se halla encerrado Castel en una lógica propia, incapaz de ver en los signos externos otra cosa que no sea lo que se ajuste a ella.

Reconocemos allí el gobierno de la locura. Podemos ya prever que Castel no hallará en la palabra insensato ni en el suicidio de Allende signos que lo transporten a otros mundos posibles o, como podría decirse en términos chestertianos, a un mundo más amplio que aquella esfera perfectamente lógica que él mismo se ha construido. Al contrario, terminará por interpretarlos de manera tal que se incorporen a su construcción mental, ese mundo solitario y cínico, cuyas fronteras se verán entonces reforzadas.

En la frase final de la novela: “Y los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos” (137), aquel infierno del que habla Castel nos sugiere no la prisión física en la que está recluido, sino esa otra prisión que es su propia conciencia, de muros cada vez más sólidos gracias al diseño perfectamente lógico en el que se acomodan sus ladrillos. De manera que el encierro de Castel en un manicomio se nos revela como una metáfora de su propio encierro mental. Y la soledad e incomunicabilidad de índole metafísica terminó por tomar en Castel la forma inequívoca de la locura.


[10] Ya antes Castel, al conocer a Allende, había manifestado su aversión por los ciegos. Este tema aparece como un germen de lo que sería el famoso “Informe sobre ciegos” que escribiera Sábato en Sobre héroes y tumbas. Sábato asocia al dominio de la razón consciente con la claridad y a su opuesto, lo irracional, lo subconsciente, con la oscuridad. A partir de allí, y de lo que hemos venido analizando, puede interpretarse esta aversión de Castel por el ciego Allende. El ciego es el que vive en la oscuridad aun cuando mantenga sus ojos abiertos, su incapacidad visual se traduce como inaccesibilidad al ámbito de la razón pura y clara; se mueve en cambio en el terreno del subconsciente, de lo irracional, de lo que escapa a toda posibilidad de racionalización. En tanto que Castel, como hemos visto, es quien se empeña en llevarlo todo a la luz de su conciencia, de incorporar cada signo de la realidad a su construcción lógica. Así, tal vez la existencia de los ciegos sea para Castel una amenaza contra su mundo, la prueba de que hay fuera de él una realidad que no solo escapa a su construcción lógica, sino a toda captura de la razón.

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