Educar para la genuina ciudadanía

EDUCAR PARA LA CIUDADANÍA
Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)
@pesclarin www.antonioperezesclarin.com
Una de las funciones esenciales de la escuela es la formación de ciudadanos capaces de convivir con otros y de asumir sus responsabilidades políticas, es decir, con el bien común. Esto significa aprender a respetar a los que son diferentes; aprender a razonar, argumentar y defender las propias ideas, pero también a escuchar sin ira ni mala sospecha las ideas distintas a las propias; considerar la diversidad como riqueza, y también desarrollar una profunda sensibilidad social. Al verdadero ciudadano le duelen la pobreza, la miseria, la injusticia, la intolerancia y todo tipo de violencia que atenta contra los derechos humanos esenciales. Y ese dolor se transforma en compromiso para trabajar sin descanso por una sociedad donde todos podamos vivir con dignidad. Hoy, si somos dignos debemos indignarnos y convertir la indignación en fuerza y compromiso para trabajar por la dignificación de los que viven en condiciones indignas.
Educar es, en definitiva, formar hombres y mujeres que sean capaces de vivir en plenitud y con dignidad, asumiendo responsablemente su condición de personas y de ciudadanos. El acto de educar es un acto vital de entrega para ayudar a construir o rescatar vidas. Esto va a requerir, entre otras cosas, métodos pedagógicos y didácticos participativos que favorezcan el pensamiento crítico y autónomo y promuevan la solidaridad y el servicio. Y va a requerir sobre todo, directivos y maestros capacitados y comprometidos con la humanización de nuestra sociedad, que se esfuerzan cada día por ser mejores y hacer mejor su tarea para poder dar ejemplo con su palabra y con su vida de los valores que quieren sembrar y cosechar en sus alumnos. No olvidemos que los valores se aprenden sobre todo en la práctica, en el ejercicio diario, y no discurseando sobre ellos. Por ello, la comunidad escolar debe tratar de configurarse como un modelo de la sociedad que pretendemos. En ella el estudiante ha de observar y vivir la democracia, la tolerancia, el diálogo, el respeto, la solidaridad y la participación.
Desgraciadamente, la educación que hoy sigue prevaleciendo no prepara a los educandos para la cooperación, sino para la competencia, fomenta mucho más el individualismo y la sumisión que la solidaridad y la libertad. De ahí que las escuelas y centros educativos sólo podrán enseñar a amar y construir genuinas democracias si se van estructurando como verdaderas comunidades democráticas, que en lugar de reproducir las desigualdades, las combaten y superan; que promueven el pensamiento crítico y autocrítico más que el adoctrinamiento y la obediencia. Comunidades educativas en las que se aprende porque se vive, se participa, se construyen cooperativamente alternativas a los problemas individuales y colectivos, se fomenta la iniciativa y el respeto, se toleran las discrepancias, se integran las diferentes visiones y propuestas, se respira un ambiente de amistad, servicio, colaboración, solidaridad.
Para gestar estas escuelas genuinamente democráticas, hay que comenzar por transformar el papel de los directores y supervisores, que no deben concebirse como funcionarios que atosigan a los educadores con formatos y papeles, y mucho menos como militantes de un partido y defensores de una determinada ideología, sino como expertos en humanidad, que se esfuerzan con su ejemplo en generar un clima de motivación, unión, entusiasmo, ayuda y formación permanente de todo el personal. Para ello, es urgente que asuman el poder no como control o dominación, sino como servicio y entrega.

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now