Gracias a Dios que me abrió los ojos y me mostró la pobreza (bancarrota) espiritual en la que vivía, por lo cual no tenía nada que darle a Dios, por muy bien que intentara comportarme, y me iluminó con el refulgente rostro de Cristo, que me amó y se entregó a sí mismo por mí, salvándome del pecado y de la condenación, sellándome con Su Espíritu Santo y dándome las riquezas de Dios, que son la presencia de Cristo en mi vida, de quien ahora soy esclavo y quien ahora es mi Señor.