"El gobernador" (parte de mi novela de fantasía)

El gobernador era un hombre regordete y bastante alto. De esos que podía decirse que amaban comer sobre todas las cosas. Su obesidad aún no estaba en lo terreno de lo obsceno pero pareciera que se encontraba en la estación del tren que lo conduciría hasta ella. También sudaba muchísimo y se notaba que su papada era tan grasienta como el bacon besando a un sartén con bastante aceite. Sus ojos eran pequeños pero azules, como dos gemas incrustadas en su cara velluda entre gris y blanco.

—Muy buenas noches, señor gobernador. Espero perdone mi retraso, pero necesitaba de un descanso después de tocar—me disculpé de manera sincera mirándolo a la cara.

—¡Ah, muchacho, no te disculpes por eso!—respondió con un tono de jovialidad en su voz, la cual por cierto era bastante agradable en persona—Espero te hayas tomado todo el tiempo que necesitabas para poder descansar. ¿Por qué no vienes y te sientas? Antes déjame despedirme de estos hombres que ves aquí que son muy peligrosos porque después de todo son jueces, concejales y quién sabe qué más—y con un gesto de las manos los despidió. Me indicó con un dedo en dónde debía sentarme.

—Oh, por favor, no se hubiese molestado. Pudo atenderlos todo el tiempo que usted necesitara—le señalé mientras tomábamos asiento. El balcón estaba cada vez más vacío.

—A esa gente la veo todos los días—respondió— con lo que quiero decir que son un fastidio superior que un matrimonio lleno de hastío, de cansancio y de aburrimiento. En cambio a ti creo que es la primera vez que te veo ésta noche—frunció entonces el entrecejo—mejor dicho, es la primera vez que te escucho tocar en el teatro. ¡Ay! ¡En dónde están mis modales! Sin duda ya sabes mi nombre—extendió su mano— Albert Lyotard, soy el gobernador.

—Soy Jerome Scheffer, un simple músico—le respondí apretando su mano—Es un placer conocerlo, señor gobernador. —Por cierto—decidí ir al grano— recibí una invitación por parte de usted y por tal razón me encuentro aquí. Por supuesto que me pregunto para qué me ha podido llamar—dije, mientras notaba que hacía unos gestos con sus manos a un hombre el cual abrió una botella de vino y comenzó a servir en una bandeja.

— ¿Tienes hambre, Jerome? Deberías probar a esos quesos y a esos jamones. Son realmente una maravilla y una verdadera exquisitez. Yo personalmente si pudiera, claro está, llenaría a mi despechado con ellos y los comería todo el día. Pero claro, sería una lástima tener que sacar a mis libros y a mi colección de discos de mi despacho. Soy un coleccionista—agregó alejándose de mi pregunta, aunque asentí que tenía hambre y entonces el sujeto comenzó a poner una bandeja de jamones y de quesos sobre un carrito—Colecciono discos y escucho música como todo un megalómano. Hace un tiempo me ocurrió algo muy gracioso como también terrible: había perdido a mis cascos lo cual me imposibilitó escuchar música en privacidad y a un volumen no recomendado. No es como si no pudiera hacerlo en mi despacho, pero eso sería romper con las normas y con la etiqueta. Pero ya entenderás lo terrible que puede ser para un megalómano perder sus cascos, sería como para un lector compulsivo como también para el escritor de súbito perder la vista. También me agrada leer. Amo las enciclopedias—dijo mientras llevaba la copa de vino a su boca para refrescar a su garganta y luego un pedazo de queso. Yo hacía lo mismo. Pero por cortesía me veía obligado a seguirle el tema al gobernador hasta que pudiera rehacer mi pregunta sin sonar tosco, o hasta que él decidiera llegar a contestarla.

—Yo lo entiendo señor gobernador

—Por favor, Jerome, sólo dime Albert, estamos en confianza y alejados del protocolo y de toda cámara política.

—Albert—dije. —Una vez, cuando era niño perdí mi guitarra, fue mi primer instrumento. Bueno, realmente no la perdí, me la robaron, fue otro niño el cual la destrozó ante de mis ojos en venganza después de una pelea a puños. Fue un espectáculo horroroso. Nunca en mi vida he tenido a una mascota, y no es que un instrumento musical sea como una mascota, pero sí al igual que un animal doméstico al cual se cría desde pequeño, nace un vínculo afectuoso y no quieres que a este le pase nada. Más bien, y perdone si me contradigo, pues deseo hacer una corrección, el primer instrumento musical para todo músico apasionado es como la primera novia—Albert me miraba con atención, aunque no tanta como al jamón pero decidí continuar—. Con ese primer instrumento se viven muchas aventuras y pocas desventuras; se sienten las primeras pasiones y se aprende a utilizar los dedos, a tocar con ellos las notas adecuadas, como también se aprende a posicionarlos adecuadamente. Se entrena la voz y a las manos para aprender a dar caricias. Se aprende a amar al instrumento exactamente como se puede amar a una novia o a una amante—concluí sabiendo que más de la mitad de lo que había dicho pudo ser ignorado. A continuación, las copas fueron otra vez llenadas.

—Así que un apasionado por la música, pianista y también con aires de poeta e incluso quizá de filósofo—respondió Albert después de masticar y beber—Aunque dicen que los poetas son músicos que no saben cantar. Y que los músicos son poetas sin idea de poesía. Lo último no lo creo, Jerome, muchacho. Yo antes era músico —ya conocía de hecho a esta cara del gobernador—, fue hace bastante tiempo. Gracias a la música pude llegar a la política pero no creo que sea una historia para estos momentos exactamente. En fin, prosiguiendo, los filósofos son amargados que se encuentran en el medio de las artes y de las ciencias. Algunos incursionan en ambas, otros en al menos una; otros fracasan con una o con las dos cosas. Hay de todo. Quizá algunos colegas me corten la cabeza por haber dicho esto, pero menos mal no están aquí —soltó una risotada—.

—En cambio, el hombre religioso es el que busca llamar a Dios con la música en la manifestación de los sonidos y de los silencios—agregué.

—Puede ser, muchacho, te escucho.

—No es nada profundo ni mucho menos algo que amerite ser tomado tan siquiera a consideración—confesé— pero siempre he pensado que la música es mundana si se le compara con el silencio. El silencio es el sonido por excelencia de la aristocracia. Por alguna razón Dios no habla sino dando señales a través del fuego, de las nubes, de las aguas o de lunáticos que aseguran haber hablado con Dios. Los ángeles pueden hacer cantos y música para Él, mientras que Él sólo les regalará su silencio. El silencio es siempre higiénico cuando hablamos en el terreno de nosotros los humanos. El ruido se encuentra en el desorden de las cosas, en una habitación desordenada por ejemplo en donde no hay espacios. Se asemeja a la música que no deja de emitir sonidos y sonidos sin dejar un momento de silencio. Así parece todo una claustrofobia sonora; no hay a dónde huir, no hay a donde mirar sin que haya un espacio lleno de ruido. El silencio en la música invita a apreciarla. Lo mismo con la naturaleza y con las personas que saben obsequiar silencios.

El gobernador quedó mirándome repasando cada una de mis palabras. No estaba comiendo ni masticando ni jamón ni queso, lo único que hizo fue dar un sorbo silencioso a la copa de vino que sujetaba en una mano grasienta. Acto seguido, sacó un pañuelo húmedo y se dispuso a limpiar su mano. El hombre que estaba con nosotros inmutado, sólo atendiendo le trajo otra copa limpia y le sirvió nuevamente vino tinto. Yo bebí de la mía, y el hombre volvió a llenarla. Nadie decía nada. Y no porque mi discurso fuese grandioso, todo eso lo acababa de ordenar en mi cabeza.

—¿Tienes alguna relación con Dios, Jerome?—preguntó el gobernador muy serio.

—Una relación muy mala si me permite decirlo—respondí.

—Exactamente como yo—soltó otra risotada. —Eres un muchacho interesante, Jerome. Quizá un poco pesado para tu edad. ¿Qué edad tienes muchacho? ¿Veinticinco? Tengo una hija de tu edad. He ahí la razón por la cual te he llamado.

—No entiendo, Albert. ¿Qué podría hacer yo?

—Emilia se llama mi muchacha. Es un tesoro para mí. Es una niña muy lista, muy astuta, muy prodigiosa, muy educada; muy hermosa…—escuchando al gobernador, me pareció una imagen interesante la de ese hombre tan alto, velludo y gordo queriendo a una criatura que posiblemente podía parecerse a él, aunque ya sabía que eso último no era el caso—(…) ella también es músico, como su padre. Todo un orgullo—y vaya que el orgullo se notaba en su voz muy mezclada con la ternura— me gustaría contratarte, Jerome, para que le dieras algunas lecciones en privado a partir de la semana que viene —en dos días—pensé. —Por supuesto, tendrás un jugoso pago del cual no podrás quejarte. No te conozco muy bien, es la primera vez que te oigo tocar, pero tienes algo de lo cual carecen muchos músicos de este sitio: de alma y de pasión auténticas. Muchos otros que conozco son claustros del conservatorio y nada más. Por supuesto, muchacho, no es mi intención sólo halagarte como seguramente ya habrán hecho una infinidad de veces, sólo deseos que vengas a mi casa y le des a Emilia unas cuantas lecciones. Podrías incluso sorprenderte de lo buena que es ella. ¿Así que qué dices?

Lo estuve pensando durante toda la zalamera palabrería del gobernador. Necesitaba el dinero y también de cualquier otro beneficio que pudiera sacarle a él, como una promoción, publicidad, la posibilidad de volver a tocar en este o en cualquier otro teatro. Además, llevaba un tiempo queriendo conocer a Emilia.

—Albert, la verdad que su oferta es muy tentadora—dije con la voz más naturalmente desinteresada que podía, mientras veía a sus ojos pequeños y azules clavados en los míos—Y… he decidido… Aceptar. Ya podremos convenir el pago…

—¡Qué bueno, muchacho!—exclamó y me tendió la mano. Ya verás que no te vas arrepentir. Por cierto, mandé llamar a Emilia hace unos minutos antes de que tú llegaras, ya debería estar por venir.

—Sería bueno conversar con ella… Para coordinar los días de las lecciones… y el horario. —Toc…toc— sonó la puerta. El hombre que servía las copas se disculpó y fue a atender. Ahora yo llené las copas y comencé a beber. El trago me resultaba pesado como si el vino se hubiera coagulado en mi boca y luego pasaba así mismo por mi garganta.

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