Si fueran un padre, y además un explorador ceñido a la idea de descubrir desde su propia perspectiva, la magia y las criaturas que moran en la madre selva, ¿no se encontrarían deseosos de mostrarles a sus descendientes esos panoramas dignos de elevarse al nivel de dioses? Pero ¿Y si su descendencia estuviera más muerta que el latín?
Las ninfas son, ciertamente, unas criaturas fascinantes que traspasan las barreras asociadas a la cultura. Quiero decir, poseen una belleza sublime – Y no solo carnal –, capaz de petrificar hasta el corazón del más osado de los vikingos, razón por la que se han venerado en una multitud de sociedades. Y así, no es casualidad que se les exalten y exclamen favores, cual divinidad. Aquella pequeña no fue la excepción.
En unas remotas arboledas sin nombre, descansaba un ser cuya existencia llegó a oídos de un lord, mismo que, tan desesperado como se puede estar, no tardó en erigir un campamento en su afán de encontrarle a ella y a su magia, completando así su misión.
Innumerables lunas pasaron, pero una vez se hubo mostrado llena, los ojos de la ninfa se encontraron con las tiendas, al tiempo que detectaba un terrible olor que apestaba a muerte y humo. Aquello la horrorizó haciéndola palidecer, sin embargo no consiguió apaciguar su determinación, pues la ninfa se aventuró a descubrir qué eran aquellos intrusos que desprendían ese aroma tan repugnante. La pequeña se escurrió entre los arbustos por los que tanto lo había hecho. Arrugó la nariz.
A lo lejos las montañas comenzaban a teñirse de la luz del alba que emanaban entre sí, y con ello, los primeros cantos de las aves. Para ese momento ya la hermosa criatura se encontraba con sus pies desnudos frente a una de las tiendas a la par que una expresión dubitativa le cubría el rostro. Temía encontrarse con algo espantoso tras la sucia lona color caqui. Tal vez una enorme pila de troncos cortados con esos filosos metales que había visto por el camino. La ninfa contuvo el aliento dentro de sus pequeños pulmones, y entró.
Su corazón se inundó de alivio, y soltó una risita – ¿Pero qué cosas tan raras son estas? – Pensó mientras observaba con detenimiento el interior de la tienda. Hundió su dedo índice en una colcha y lo apartó rápidamente; se acercó a una lámpara de aceite y contempló, absorta, la llamita que danzaba en su interior, no sabía qué era aquello. Trató de atraparla con la mano introduciéndola por el agujero superior, pero el animalito anaranjado le mordió la punta de los dedos, dio un brinco y, asustada, pero también molesta, frunció el ceño dejándole en paz. Contempló una pesada bota de cuero, ella había visto que las criaturas que apestaban cubrían sus pies con estas cosas tan feas, pero no comprendía con qué fin; la tomó y deslizó su diminuto pie dentro de ella, poseída por la curiosidad. Tan pronto hizo aquello, los exploradores salieron de sus tiendas, como si estuviera ensayado, como si fuera una trampa.
La ninfa, al oírles, salió apresuradamente de la tienda, encontrándose con lo que ella creyó, era un desfile infinito de arrugados malvados rostros que la cortarían en pedazos, como habían hecho con los árboles. El olor a muerte se acercaba deprisa hacia ella. La ninfa entró en pánico, rugió a los árboles que la protegieran y corrió tan rápido como le permitían sus cortas piernas, aún con la bota puesta, entre una hilera interminable de cortezas que, a disposición de sus súplicas, se inclinaron hasta el suelo tras sí, de modo que impidieran el paso de quienes querían atraparla. La pequeña ninfa se esfumó de la vista de los exploradores y nunca más volvieron a toparse con ese puro ser, la habían ahuyentado, la habían asustado, y al deshecho lord se le había esfumado de las manos la única oportunidad de cumplir con su misión, con su único delirio. Tal vez aquella no era la forma de revivir a su hija.
