La casa de doña Elena

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Jacinta está convencida de que en esa casa viven duendes.

Asegura que los ha visto, que son larguiruchos y barrigones, la tripa no es de los que comen mucho sino mas bien como las de los niños que están llenitos de lombrices. Dice que son ellos y no los sirvientes de manos ligeras, los que desaparecen los objetos brillantes de doña Elena y sabotean los potajes de la cocina. Cuando yo estaba carajita la vieja siempre me regañaba si me veía cerca del sótano, “allá abajo no hay luz, los niños se pierden en la oscuridad y entonces, ¡zas! los duendes los jalan por las patas y se los llevan, les tiran cuerdas y los obligan a comer su comida para que no puedan regresar”.

Mientras hablo me esfuerzo por reproducir los aspavientos que hacía Jacinta cuando me echaba aquellos sermones. Se encorvaba, ponía la voz gruesa en los momentos exactos, se restregaba las manos de venas nudosas y miraba de reojo, como los cuervos malintencionados. Todo un espectáculo. La mitad de esas historias se las había metido en la cabeza el loco McCallum, un escocés que pregonaba haber llegado al puerto de La Guaira sujeto a la cola de una murdwach después de prometerle que le daría su alma si lo ayudaba a cruzar el Atlántico. Evidentemente, no lo hizo y acabó casándose con una india bien lejos de la costa, en Santa Elena de Uairén, lugar en el que levantaron la casa en la que trabajó la vieja Jacinta y donde ahora estamos doña Elena, el señorito Abel, los otros sirvientes y yo.

El señorito apunta mis palabras con una caligrafía muy pulcra sobre su libro de notas. Tiene tiempo de sobra para aburrirse porque doña Elena no lo deja salir mucho. “Abel es muy frágil, a la menor provocación se le alborotan las alergias”, suele comentarle a sus amigas. Yo relevé a Jacinta al poco tiempo de que naciera el señorito y puedo jurar que no hubo bebé más sano ni con mejores pulmones que Abel, ¡cómo chillaba el carricito!, pero a la doña no hay quien la contradiga. Esa donde no la gana, la empata.

—De duendes yo solo sé lo que me dijo mamá: no les gusta la gente cochina. Si en alguna casa hay duendes y, por ejemplo, alguien entra al baño con comida, el duende se le aparece y le grita “¡cochino!” y nunca más vuelve —dijo el señorito, deteniendo su escritura para mirarme, muy serio. Como si temiera mi confirmación.

—Eso son embustes que la gente inventa para que los niños sean aseados —le contesté. — Igual que los cuentos de la vieja Jacinta para mantenerme alejada del sótano.

—Me gustaría ver uno. Quisiera ser… —bajó la voz. En ese momento se escucharon pasos en el piso de arriba. Entre las grietas del entarimado se coló el polvo. Doña Elena caminaba por el pasillo. Cuando el traqueteo de sus tacones se volvió un eco seco en la distancia, el señorito prosiguió: —Quisiera ser un niño cambiado.

—¡Virgen santísima! —exclamé con horror fingido. —Tendría que ser usted muy feo y deforme para cumplir con el perfil. Una razón de por qué los primos no deben casarse…

—Shhh, shhhh, ahí viene otra vez.

Tump, tump, tump, tump, tump. Más nubecitas de polvo se adivinaron en medio de los haces de luz que entraban a la cocina desde la ventana.

—Bueno, ya basta por hoy. Yo tengo que terminar la cena y usted tiene que ir a lavarse. Olvídese de los duendes por esta noche.

Me sonrió en el umbral, aferrando su cuaderno. Las hojas manidas tenían ondulaciones en la parte superior y sobresalían algunas puntas, como si se tratara de una mujer muy robusta embutida a la fuerza en un corsé. Noté un ademán suyo de querer decirme algo más pero se arrepintió a mitad camino, dio media vuelta y se marchó.

Fue la última vez que lo vi.

Fragmento del cuaderno de Abel encontrado junto a la cerca de su casa:

Ya vienen. Los palabra ininteligible… ya vienen. Encontré la equis hecha con ramas, puse las ofrendas de sal y romero en el sótano. Ya vienen. Por fin podré salir.

Mayo. Fecha borrada.

Una casa con criados es una casa con oídos en las paredes. Esta es una máxima universal. Los sirvientes corean sus hallazgos por los pasillos y los ecos me llegan como murmuraciones en un confesionario: que doña Elena está rara, que no duerme por las noches, que la han escuchado llamar al señorito mientras abraza contra su pecho un sombrero de hongo relleno de flores de sauco y cicuta. Esta mañana fui al pueblo y le pregunté a Jacinta qué significaba aquello. No entendí del todo su respuesta pero me puso la piel de gallina: “Está llamando a los duendes. Quiere hacer un trueque”.

Aprieto la esponja contra los platos sucios y restriego, restriego con fuerza. Los restos de salsa de tomate se difuminan con el chorro del grifo y acaban en el desagüe como un hilito de sangre. Me quedo quieta, viéndolo desaparecer.

Ella no lo quería.

Ese desmayo delante de los oficiales fue puro teatro. ¿Cuántas veces no le puse camisas de manga larga al señorito? ¿Cuántos ungüentos no apliqué sobre su espalda? Que pobrecita la señora, que está muy afectada, que no hay rastro del niño, que no pudo ir muy lejos, que seguimos investigando, doña, no se angustie, que ya aparecerá, que son cosas de carajitos, que los sirvientes no vieron nada, que la nana no vio nada, que Abel no tenía amiguitos porque era delicado de salud, que del padre en esta casa no se habla porque los santos se alborotan…que ¡Crag!

No me corté, por suerte, pero el plato de cerámica se quebró como una ramita entre mis manos. Por encima de mi cabeza resuenan los pasos de doña Elena.

Tump

tump

tump

tump

Fragmento del cuaderno de Abel hallado en las escaleras del sótano:

Por aquí se llega al otro lado. Hay que bajar, bajar, bajar y nunca parar.

Mayo. Fecha borrada.

Solíamos jugar al “pollito inglés” en el jardín durante la hora de siesta de doña Elena. Yo me paraba frente al limonero. A mis espaldas, el señorito avanzaba hacia mí en la distancia mientras yo cantaba “un, dos, tres, pollito inglés”. Al acabar la estrofa, miraba por encima de mi hombro. Si Abel era atrapado en movimiento, debía retroceder, si no, podía seguir adelante en cuanto yo apartara la vista. El juego acababa si él lograba tocar el limonero o si yo lo sorprendía in fraganti más de tres veces.

Le daba galletas de jengibre al terminar y contemplábamos la puesta de sol en una loma cercana.

Cómo he lamentado su pérdida, señor oficial.

Cómo he llorado.

El loco McCallum vino a Santa Elena por las minas. Sacó muchas piedritas doradas, blancas y rojas y las escondió en los muros del sótano. Decía que a los duendes les gustaban esas pepitas porque con ellas hacían toda clase de objetos mágicos que les permitían mantenerse en este plano. Codiciaban estos tesoros a tal punto que era peligroso acercarse. En cristiano: nada de niños en el sótano. Jacinta se ríe, tiene tres dientes careados y le falta una muela, pero se ríe de todos modos. El sonido le nace del ombligo, se oxida en su garganta y aguanta una larga exhalación que inunda la estancia y hace que el cuarto se encoja sobre uno. “Los duendes querían al niño”, dice, “lo quieren desde que estaba en la barriga, por eso me echó ‘ña Elena, porque no le gustaban mis ‘supersticiones’, pero no fueron los duendes los que se lo llevaron. No hay maldad en ellos, fue el hombre el que trajo el pecado al mundo. La gente es la que hace cosas malas. ¿Eso es sangre en tus manos, muchacha?”.

Ahogué un grito y me levanté de un salto. De las puntas de mis dedos, debajo de mis uñas, manaba un líquido viscoso y carmesí. La vieja Jacinta lo contempló con curiosidad, sin detener su vaivén en la mecedora. Corrí al fregadero y me enjuagué las manos, desesperada. No paraba, la sangre no paraba. Mis dedos se movían tan rápido unos sobre otros que se dificultaba distinguir a qué mano pertenecía cada uno.

Y luego, nada.

Giré mis palmas bajo el chorro varias veces. Flexioné los dedos. Nada. No había nada.

Fragmento del cuaderno de Abel encontrado en el joyero de la bisabuela Moraima:

Ella también me hace sangrar mucho cuando estamos solos.

Abajo hay un dibujo de una mujer vestida de negro y a su alrededor, pequeños garabatos de color verde.

Abril. Fecha borrada.

No soporto estar en esta casa, sobre todo cuando anochece.

Todos los sonidos que me resultaban familiares y propios de una estructura con tantos años a cuestas ahora me atemorizan. Tuve que tomarme un tilo mientras volvía a rendirle declaración a la policía. Está por cumplirse un mes y todavía no esclarecen el caso. Los sirvientes han empezado a creer que realmente hay duendes aquí y han ido presentando su dimisión en fila india.

La doña no ha querido aceptar consuelo de nadie. Incluso tuvo un episodio histérico delante de sus hermanos. Solo a mí me recibe. La familia está presionando para realizar una ceremonia sin cuerpo. Son unos miserables. Lo único que pretenden es meterse en el sótano y desenterrar las piedritas del loco McCallum. Jacinta no fue la única que creció con los relatos del bisabuelo de doña Elena.

A mí, la sola idea de poner un pie en ese recinto me hace invocar al Santísimo. En especial desde lo que ocurrió después de que explotó el bombillo. Tuve que bajar para… para traer unos jabones de lavar. Ahí hace un frío que pela la nuca y huele a humedad. El ambiente está cargado de una atmósfera densa e incómoda, como la de las pesadillas. Te dan ganas de salir rápido. Pero yo me paralicé en la escalera cuando vi la nota del señorito. ¿Cómo había llegado eso ahí? Si doña Elena lo veía… no, me entró pánico y la rompí. Y ¡tric, tras! reventó el bombillo.

Escuché la risa de Abel detrás de mí, seguida de un susurro:

Nana,

un,

dos,

tres,

pollito inglés.

Las piernas me respondieron y pegué la carrera para arriba. Por un segundo juré que el corazón se me iba a derretir en el pecho. No le he contado ese episodio a nadie, ni siquiera a la vieja Jacinta.

No debe saberlo ni un alma.

Doña Elena padece de sonambulismo. No me deja dormir.

Estoy en mi límite. Nos hemos quedado solas, por fin, en esta enorme casa. Pero ya no vale la pena. La comida sabe rancia, la bebida no calma la sed, los hierbajos de Jacinta no mejoran los malestares. La policía dejó de visitarnos…

Tump, tump, tump, tump, tump, ahí viene. Viene hacia mí con los brazos extendidos. El resplandor de un rayo enmarca su figura en mi puerta.

—Los duendes dicen que fuiste tú. ¡Fuiste tú quien se llevó a mi niño!

No lo soporto más.

—¡Ay, doña, despierte! ¡Fuimos las dos! ¡Fuimos las dos!

Tal vez Abel sí era un niño cambiado. Tal vez logró irse con los duendes.


Este relato fue originalmente publicado en Liberoamérica

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