Zapatero a sus zapatos

El hombre arrastra sus pies sobre la acera que bordea los restos del Instituto Nacional de Hábitad y Vivienda (Inavi) —hoy sólo un caparazón tiznado y vacío—. La mezcla de olor a fuego extinto y excremento ambienta toda la manzana, que mira por un costado los edificios viejos del complejo Torres del Saladillo mientras su otra cara mira, de reojo, la fachada de la Basílica Nuestra Señora de Chiquinquirá.

El olor corta el oxígeno a quién por obligación ocupa la cuadra: dos cafeseros, un zapatero, una muchacha vendiendo caramelos, el juguero y las personas que en ese momento transitan o esperan el transporte, todos ellos, en medio del ir y venir, se reparten en la cara la misma mueca de asco producto del tufo a humo y mierda que transpira el difunto edificio, hoy, convertido en una letrina improvisada.

Pasado un rato algunas personas hablan frente a la cámara olvidando el temor natural que provoca la lente cuando apunta a la cara. Después de cuatro o cinco testimonios, un sonido de zapatas que se arrastran frena de golpe, a un costado, y una voz gastada alcanza a esbozar una frase: «necesito una ayuda».

El hombre se hizo de un rostro, mientras acomoda su gorra Douglas Ramón Rivero cuenta, entre dientes, «no es limosna lo que quiero», su mano vuelve a la gorra antes de explicar que tampoco «comida, porque la comida se gana, no se pide». Así, a sus 68 años pide ayuda para que le sea retirada la sonda que, durante los últimos meses, lo acompaña día y noche.

Levantó su franela y dejó ver la bolsa trasparente, mitad orina, mitad sangre, producto de la inflamación de su próstata enferma y sin tratamiento. Logra disimular el paquete entre la pretina del pantalón —unas tallas más grandes que su cintura— y una corre negra. Aprieta sus manos mientras cuenta que a pesar de los años y la enfermedad sus manos siguen adelante.

Relata su labor diaria que durante los últimos treinta y tres años se resume bajo los «Sansones» de la Plaza Baralt de Maracaibo. Un par de horas bajo el resguardo de los colosos de piedra le son suficiente a Douglas para comprar un poco de yuca o auyama para sustentar ese día. «Llego a las ocho de la mañana» y mientras a los gritos se ofrece café y cigarros. Su cepillo tiznado, un trapo desecho y sus dedos huesudos se alistan a la espera de todo el zapato viejo y empolvado que esté necesitando una lustrada.

No todos los refranes son verídicos

Mientras sus manos parten y reparten, no son ellas quienes reciben la mejor parte. Su trabajo, ese de las últimas tres décadas no se mide por la calidad o el esfuerzo con que limpia cada zapato. Más que el pago por un servicio prestado Douglas Ramón recibe la colaboración de cada cliente que llega hasta él. Además «Sin efectivo en la calle es difícil conseguir una buena paga» lo que lo obliga a trabajar más por una limosna que por un salario.

Entre tres mil y cinco mil bolívares es lo que gana por cada lustrada de zapatos pero quién se acerca al negocio improvisado bajo los «Sansones» de la Plaza Baralt de Maracaibo, descubrirá, que a pesar de las dificultades, la vida se resume entre los que caen y los que no se dejan caer.

TEXTO Y FOTOGRAFÍACÁMARA
José Ángel NúñezPanasonic AG-AC7P
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