Resumen de la niñez en un país del tercer mundo

«Cuando el hambre se hace poca
es decir que se hace menos
Que le nace un niño al pueblo
y un poco de hambre le toca».

Canción panfletaria
Alí Primera

Cada mañana, mucho antes que el sol estrene el día, salen a la calle con el entusiasmo del niño que juega su juego predilecto. Obligados ―por la miseria― a dejar de lado muñecas, pelotas, cuadernos… por la necesidad de llevar algo de comer a sus casas.

«Señora, me compra un caramelo»

Una gorra la cubre del sol, el asa de un bolso ―donde guarda su mercancía― le corta el pecho a la mitad mientras sus manos reparten caramelos en el casco central de Maracaibo, en Venezuela.


Atraviesa la calle mientras sus manos entran en la mochila, religiosamente repite este movimiento antes de abordar a un posible cliente. Geysimar, con solo nueve años, a diario practica ―con la pericia de un teatrero profesional― las líneas que le han dado de comer a ella y su familia estos últimos nueve meses.

La frase, «señora, ayúdeme para comer», es una marca impregnada en la garganta de esta niña que apenas llegada al mundo, repite, casi como un rosario, las mismas palabras durante nueve horas de trabajo diario. Esta labor, que implica cruzar una calle, recorrer todos los rincones de un mercado atestado e indolente ―que muchas veces la mira con desconfianza― es el itinerario obligatorio para acercarse a quién, si la acompaña la suerte, se antoje de un caramelo para endulzarse el día. Todo esto con el fin de llevar algo de comer al regresar a su casa.

Muchas veces la dulzura con la que ofrece los dulces no es suficiente para escapar de los señalamientos e injurias de quienes comparten las calles donde ella ―Geysimar― trabaja de lunes a lunes, con la intención, y la esperanza, de alcanzar un futuro mejor.
# _«…que el que llena la barriga, se olvida del que no come»._ _Canción panfletaria. # Alí Primera_

La curiosidad prevalece sobre el miedo

Se acercan sin cruzar una palabra. Sus miradas inquietas se clavan en la cámara negra que me sirve de herramienta para desempeñar mi trabajo de camarógrafo. Después de un rato, se alejan unos metros sin despegar, en un solo momento, sus ojos alegres e inocentes del extraño artefacto que reposa en mi hombro como el loro aferrado al omoplato del pirata protagonista de una película de aventuras.

La curiosidad les borra el temor. Al principio retroceden y avanzan unos metros sin descuidar la figura del muchacho con el extraño aparato a cuestas. Un rato después, y con el valor que se necesita para enfrentar lo desconocido, uno de ellos se acerca para preguntar, sin rodeo alguno, «qué es eso». El resto de los niños se esconde en un andén de hierro donde funciona una de las numerosas ventas de fruta, que han cerrado en los últimos meses, en el mercado principal Las pulgas en el centro de la capital zuliana, Maracaibo.

Cámara al hombro, le expliqué que era un aparato para hacer fotos, el niño respondió a mi explicación con una sonrisa, seguida de un «señor, tomame una foto». No sé si antes le hicieron alguna fotografía a ese niño y a pesar de no conseguir que me dijeran sus nombres ―no sé si por temor, quizás vergüenza, o porque simplemente no tienen un nombre― esos tres niños, de la etnia wayuu, se atrevieron a vencer sus miedos, el hambre y sus necesidades para posar delante de la cámara.

Desde 2007 no existen cifras oficiales de la cantidad de niños y adolescentes que trabajan. Las últimas mediciones mostraban que el 5 por ciento, lo que equivale a un total de 800 mil niños y adolescentes, se encuentran en las calles de Maracaibo trabajando. Estas cifras siguen creciendo de manera acelerada debido a la crisis económica que atraviesa Venezuela en los últimos años.

Este relato lo atribuyo a las últimas dos semanas del desdeñoso e interminable enero del 2018. Mientras algunos siguen lamiendo el dulzor de su realidad, otros, simplemente, saborean el amargo sabor de la desgracia que le inca los dientes en el cuello para cortarles el aliento.

TEXTO Y FOTOGRAFÍACÁMARA
José Ángel NúñezPanasonic AG-AC7P
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