Lee


Pasa de media noche. Fuera, la sombra de uno que otro transeúnte se alarga conforme avanza por la acera y se pierde en el recodo de la calle. Hay hojarasca desperdigada en las banquetas que la brisa arrastra con un crujido por el pavimento de casa en casa, hasta que el desgaste la vuelve polvo. Los faroles, ya oxidados y titilantes, a duras penas alcanzan con su tenue luz cálida a tocar el suelo donde reposan los perros sin hogar y los sueños huérfanos.

Dentro, silencio. Se respira el familiar aroma del hogar; la fruta en el frutero, los abrigos en el perchero. Del grifo se cuelgan y caen, mejor que trapecistas mudos, las últimas gotas de agua que quedaron al lavar. Nadie se ha dado cuenta de las migajas de pan que pasarán la noche sobre la mesa, cerca de la copa de vino cuarteada y el periódico sin doblar.

Pertenece a este hogar la única ventana iluminada en toda la calle; es posible apreciar desde la fachada, si se tiene buena vista, una silueta femenina inmóvil a través de las cortinas. Pero pecaríamos de crédulos si diéramos por sentado que en verdad, no hay movimiento alguno al otro lado de la historia, donde ella se encuentra. Así pues, para contemplar lo que está a punto de tomar lugar, es preciso abrirnos paso hasta la comodidad de la habitación.

Las cortinas se remueven; nuestro rededor sufre una ondulación y de pronto, ella mira en nuestra dirección.

Al cabo de unos segundos desvía el rostro del rincón vacío de la estancia y vuelve a concentrarse en aquello que lleva en su regazo: un libro. Desde aquí podemos notar que no está tan lejana del final, y, si nos concentramos lo suficiente, alcanzamos a percibir la estela de olor que las hojas del mismo desprenden. El aroma del papel se entrelaza en una suave danza, con la fragancia amable de las flores que acabamos de descubrir detrás de nosotros.

A unos cuantos pasos, ella, sentada sobre la cama donde la lámpara ilumina, se acomoda un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja. De momento sólo podemos oír de manera amortiguada, el paso de los autos a los pies de la casa.

Es entonces que, sin previo aviso, nos vemos arrastrados hacia la silueta como parte del aire que jala en un hondo suspiro, al tiempo que los elementos de la habitación pasan volando a nuestros lados en forma de borrones alargados en el paisaje.

La presencia que nos topamos de golpe es tan grande y viva, que entrecerramos los ojos y parpadeamos un par de veces, no porque tratemos de evadirla, sino por la rapidez con que satura nuestros sentidos. A pesar de haber aterrizado a la altura de su rostro, tenemos la sensación de estarla viendo desde el mismo suelo.

Es cuestión de tiempo para que notemos en el aire las amenas vibraciones provenientes del rico palpitar de su corazón, que se expanden desde su pecho y pierden fuerza conforme avanzan hacia nosotros. Escuchamos el rugido de la sangre que se desliza a lo largo de sus venas. Al cerrar los párpados distinguimos la fuerza de empuje que generan sus pulmones cada vez que ella inhala y exhala; nos arrastra y nos suelta, nos toma y nos libera.

De alguna manera, aparecen delante de nosotros sus ojos oscuros y húmedos; acaparan todo nuestro campo de visión y nos envuelven en un calor que parecería propio de la habitación. Ella se estremece y a la par lo hacen sus lagrimales, donde nacen una seguida de otra, pesadas lágrimas que igual que las gotas del grifo, cuelgan y caen en silencio.

Buscamos la razón de su desazón casi con urgencia. No hay heridas en su cuerpo o peligros aledaños, tampoco le falta la protección del hogar ni el cariño familiar. Nos agitamos cuando la joven muestra la primera oleada de espasmos y contrae el rostro apuntando a su regazo.

Una fuerza ajena nos obliga a quitarle la mirada de encima. Hasta ese momento somos conscientes de todos los libreros distribuidos a lo largo de la habitación, que con un susurro insistente tiran de nosotros y nos abren sus puertas. Sentimos que el espacio se reduce; los libros nos van comiendo el oxígeno disponible, no dejan de acercarse. De un segundo a otro, aliviados, nos vemos rodeados por voces de distintos timbres e idiomas, algunas llegan desde atrás y otras nos hacen apartarnos a un lado para dejarlas pasar. Suben y bajan, juegan en torno a nosotros y se mezclan con una marea de emociones que escurren entre las letras de cada hoja. Anhelo, aversión, coraje, compasión, esperanza, euforia, alivio, alegría. Amor. Nuestro pecho infla y desinfla a un ritmo acelerado. Agitamos la cabeza, y paladeamos el sinfín de sabores que se presentan de tropel en nuestra lengua. Llega el momento en que escuchamos el canto de las olas; nos rodea una selva ululante, luego, los tronidos de una guerra; la boca nos sabe a sangre y el ambiente está cargado de pólvora.

Un elemento externo suprime nuestros sentidos. Silencio. Hasta que, en espiral nos vemos succionados de la realidad literaria, para toparnos una vez más, con la joven que tiene el pecho abierto a ese objeto hecho de hojas, pegamento y tinta.

Cómo se atreve un libro a causarle tanto, inquirimos con nuevos ojos. Sus pestañas de grueso calibre aletean y se humedecen. Sin darnos cuenta, se nos ha formado un nudo en la garganta. Será culpa de la historia que le trae a flote sentimientos reprimidos, o es que le recuerda a la agonía convulsiva en la que vive su país, su México, que cada que sube un escalón, baja dos.

La persona que tienes delante sigue supurando el dolor punzante. Pobre de ti si la crees desdichada, pues entre más lee, más llora, y más ligera se vuelve. No le tiendas un pañuelo, por favor, aunque en sus mejillas ya esté marcado el paso de las lágrimas. Déjala atravesar la catarsis, que el llanto no es sino el mejor de los alivios.

Qué grandiosa esta raza que desde el comienzo de los tiempos no ha podido refrenar su impulso por hacer sentir a otros lo que ellos mismos sienten. Alrededor de las fogatas, o con una lámpara de queroseno, tu gente se ha esforzado en el arte de conservar latiendo las pasiones humanas. No estoy exagerando cuando te digo, que cargas en tu cuerpo la historia de cada persona que ha pisado el mundo. La piel que te cubre ha vivido heladas y se ha curtido con el sol. Tus manos trabajaron la piedra y criaron con amor. Míralas. Contemplaste tu nacimiento y has visto tu muerte. Recuérdalo. Has corrido junto a los primeros ríos y habitado las actuales ciudades. En tu esencia ya se encuentra por naturaleza, un acervo milenario vibrante del que eres heredero. Es tuyo. Acéptalo. Lo único que hace falta es despertarlo.

Si pretendes encontrar la respuesta en mí, que te he traído hasta aquí con mi llanto de medianoche, vas por el camino equivocado. Mira los libros que te rodean, observa lo que yace bajo sus tapas. Siéntelos. Ellos te hablarán donde yo no puedo hacerlo. Escúchalos, pues la única manera de vivir en piel ajena es leyendo.

Si me permites darte un consejo antes de que te vayas, te diré que busques aquello que le hable a tu alma. Aléjate de las palabras unidimensionales, vacías; a ninguno de nosotros nos fue regalado el tiempo suficiente como para darnos el lujo de desperdiciarlo. Inspírate, apasiónate y aférrate con fuerza; déjate sentir. Pinta, escribe si lo necesitas, rodéate de melodías, crece; cultívate.

Lee.

N/A: Este texto era inicialmente la introducción a un artículo de escritura que me fue pedido hace tiempo. Resultó más largo de lo planeado, pero por el cariño que le tomé a lo largo del proceso decidí no desecharlo.

Fuente de la imagen

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now