Sobre el sentimiento de superioridad

Toda educación debería comenzar con una advertencia inicial antes de bogar en el entendimiento. Un "Pero primero señalar que...", refugio o descompresión evocable en el desasosiego, una nota segura y breve, de fácil acceso, que despeje el pensamiento. Y es que los azares que nacen de procesar la información, pueden alejar al pupilo de su epicentro, hacerle perder un norte sin el cual, se cae en una tragedia absurda. Porque tanto puede el lenguaje portar maravillas imperecederas, que enaltecen la mente, como destilar un veneno corrosivo en sus constructos, sembrando, en vez de la semilla que puebla de hermoso le tierra fértil que toda mente es, la simiente que cunde de maleza y agranda el tramo entre el ser, y esta primera verdad infalible.

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Si se va a desandar el bosque donde abundan los pensamientos como frutos, que el primero que se aprehenda sea el que apunta hacia la grandeza propia. La idea, o más bien la intuición, de que se trasciende de esa foresta misteriosa y viciada, hacia la mónada inaprensible, la que no tiene cabida en el raciocinio. Noción inmensa, que llena el cuerpo cuando se mira al cielo. La superioridad es condición del alma. La aristocracia auténtica no va de pertenecer a una casta terrenal, donde sus miembros miran de soslayo a aquellos que no pueden realizar sus aspiraciones, ni adquirir lo que les pide el impulso. La aristocracia auténtica va de elevarse hacia el río de los eventos, y abandonar allí toda aspiración, todo deseo. Y tal como se puede viajar desde el lujo más despampanante y todas las posibilidades, hacia la condición de plebeyo austero, de igual forma el espíritu es capaz de transitar desde el vicio de la conciencia, hasta el equilibrio del silencio.

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La mónada es infinita, inabarcable, y todo lo permea, desde lo inerte hasta lo móvil, desde lo vivo, hasta lo abiótico. Y es un respiro que cuando de él se es conciente, ya está en su ocaso, ya abandona a quien lo percibió. Diluirse en la mónada (equivalente al Tao), ese simple "dejarse llevar", no requiere de connotadas hazañas o de un ejercicio imposible de poder, solo pide calma, equilibrio y no imbuirse de tanto pensamiento.

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