En aquel intersticio entre estar despierto y estar dormido percibí - o al menos así lo creí - una sinfonía de olores: el olor de un jabón azul, el de una arepa que empezaba a quemarse, el invasivo olor de un café recién colado y el lejano pero sublime aroma de un galán de noche que había decidido despertarse arrojando su aroma al viento.
Mientras la helada lluvia recorría mi espalda, poco a poco fui avanzando hacia el mundo de los vivos, el mundo de los despiertos, y entonces terminé extrañado; me encontraba solo y todos los olores habían desaparecido y así en un instante de vacío no logré comprender porque estaba recordando los desayunos que preparaban mis padres cuando era niño y a un tal Gabriel García Marquez.