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Concurso maximiza tu mirada

Isabelita Isabelita

Son las nueve de la noche.

La fiesta a punto de comenzar. Sólo esperamos a los invitados.

La tía Isabelita, blanquísima, entra por el jardín. Mi padre y yo la llevamos hasta una de las mesas arregladas para la familia, pero al sentarse, tía Isabelita se da cuenta de que ha olvidado en su casa, la cámara fotográfica. Me pide que la busque.

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—Isabelita, yo creo que está en mi habitación —me susurra y se acerca más a mi oído—. Te queda bellísimo ese vestido negro.

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Apurada, salgo de la casa y consigo a Oscar Amado, el novio de tía Isabelita, tropezándose con las piedras del jardín. Me burlo de él y le pido que me acompañe.

Él accede pero lo hace caminando en silencio, detrás de mí, hasta que entramos a la casa de tía Isabelita.

De inmediato, el estuche de la cámara aparece. Está vacío. Registramos por todas partes, entre los muebles, debajo de los cojines, en la habitación de tía Isabelita, en el closet de la sala. Allí él consigue un disco de Bill Evans y lo pone a sonar. Me acerco y le digo:

—Me gusta, pero no podemos perder tiempo.

Le sugiero llamar por teléfono para decirles que no conseguimos la cámara. Pero en casa no contestan.

Entro al baño.

—Escucha esa canción —le digo en voz alta— oye con cuidado el sonido del piano y del contrabajo.

Tardo en salir. Él recorre la sala varias veces. Espera intranquilo. Se sienta en un sillón. Se agarra la cabeza, respira profundo y comienza a hablar solo. La puerta se abre y Oscar Amado me ve salir resplandeciente, sin el vestido negro. Camino hasta él sin dejar de mirarlo. Muy cerca, lo cautivo con mis senos.

Le pido que se acueste en el piso. Él me obedece. No puede negarse. Hace un movimiento extraño e intenta tocar mis pezones pero de repente lo siento sin voluntad. Comienza a balbucear palabras que no entiendo. Habla un idioma desconocido. Toma mi boca como si fuesen mil bocas y las besa todas.

Cerca, muy cerca, lo encandilo con mis ojos.

Oscar Amado no quiere verme. Su cara estalla sonrojada. No quisiera ver su rostro en tinta roja, sólo siento su pasividad espantosa. Me doy cuenta de que mi cuerpo arde y he comenzado a sollozar. Oscar Amado intenta levantarse. Pero no puede y sólo alcanza a maldecir al mundo por esa quietud que no le permite hacer absolutamente nada. Es inútil, no puede responder. Desesperado y tartamudeando me pide que ponga música. Yo casi no lo oigo. Tan sólo lloro. Él se acerca lento a mi cuerpo mojado.

Con sus manos temblorosas, toma mi rostro lleno de lágrimas. Oscar Amado quiere que lo mire a sus ojos, quiere mirar mi alma.

Lo logra.

Nos miramos y nos abrazamos.

Comienzo a despedir fragancias. Giramos y así terminamos. Uno encima del otro.

Yo blanquísima y arropada con el cuerpo de aquel hombre besado por las aguas.

Uno encima del otro.

Mirándonos.