En ocasiones, cuando el baúl de los recuerdos se obstina en permanecer callado frente a mis demandas o simplemente cuando las fractalidades de los sentimientos derivan en borracheras de conmiseración y concupiscencia, me refugio en un lugar muy especial, al que considero, parafraseando –o copiando descaradamente, según se mire- a ese gran hermeneuta rumano que fuera Mircea Eliade, mi ‘espacio Sambô’.
He dicho bien, espacio, que no necesariamente tiene que ser una habitación de cuya puerta eres el exclusivo propietario de la llave, donde refugiarme como hiciera uno de los personajes más relevantes de su novela titulada La noche de San Juan.
Lo abierto, el aire libre, ya constituyen para mí el bálsamo vital o ‘bálsamo Sambô’, donde liberar esas toxinas miserables del aburrimiento cotidiano y dejarme llevar por el simple placer de la ensoñación.
Tampoco recurro, llegados al caso, a complicados rituales de adiestramiento como los que le hacía padecer el brujo Don Juan a su discípulo, Carlos Castaneda, y siguiendo, como los Magos, a esa metafórica estrella de Belén, que es la intuición, recalo voluntariamente en lugares donde sé, positivamente, que algún detalle reclamará irremediablemente la atención, seduciéndome con su belleza.
Y con la seducción, ese estado catatónico de olvido y soledad, en cuya fuente de la armonía abreva glotonamente el espíritu, prisionero sin voluntad en la eterna cárcel de un instante.
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