Es imposible no recordarlo. Sobre todo cuando me siento en mi butaca preferida, con una pipa o un cigarrillo en los labios y un libro de leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer en las manos. Siento que el tiempo fluye hacia atrás y a medida que me concentro, recupero la mirada de ese joven soñador y vivaz que le ve entrar por la puerta del aula, con su pequeña cabeza cuadrada apenas respetada por las nieves de la vejez; sus gafas con montura de concha y cristales gruesos, ahumados, que le confieren el aspecto de un conocido y marginal personaje de Valle Inclán.
Un audífono lame su oído derecho, hacia donde se dirigen algunos insultos, que él finge no escuchar siquiera con el izquierdo, para segundos después añadir: ‘que sepan ustedes, rapazuelos, que oigo hasta la hierba que brota del suelo’. Algunos se ríen, pero los demás callamos.
El señor Montes, profesor que conoció la guerra, nos presenta a Bécquer. Y a través de sus leyendas, el tiempo se detiene: Beatriz obtiene su caprichosa prenda de amor a través de la muerte de su amado en el Monte de las Ánimas; el espíritu endemoniado del señor del Segre vuelve a quedar atrapado en la cruz del Diablo y el alma de Maese Pérez interpreta el órgano como sus manos fueron incapaces de hacerlo en vida.
Termina la clase y todos nos quedamos sentados en nuestros asientos, como esperando otro pase. El señor Montes abandona despacio el aula y hay un joven que le ve alejarse, encorvado y bajito y siente tristeza por una hora de magia que vuela hacia su siguiente clase.
El Señor Montes, hace muchos años que regresó a las trincheras de la Tierra, donde ahora su cuerpo descansa verdaderamente en paz. Y hasta es muy posible que lo hiciera llevando su sonotóner en el oído dañado, mientras su alma continúa escuchando, sumida en la dulce tranquilidad del silencio, hasta la hierba que sigue brotando del suelo. Quizás, como creían los antiguos cristianos, su alma haya ascendido hasta los cielos y more, al igual que la de Van Gogh, en una estrella. Ojalá. Yo sólo sé -aparte de no saber nada, como Sócrates- que gracias a él y a personas como él, aprendí a apreciar de verdad la Literatura. Y por su culpa...nunca he dejado de leer.
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