Fuente
que se habían desprendido de sus cuerpos para disfrutar
de la magia de un amor que prometía ser el máximo
descubrimiento de nuestras vidas presentes y futuras.
Desde nuestro cuarto el cielo era de algodón y azul,
Celestino de los besos que sabían a gloria y vino añejado,
a praderas que se transformaban en espaldas sudorosas
en el cabalgar ansioso y frenético de nuestros cuerpos.
Vivíamos sobre las nubes y éramos islas del espacio infinito,
dogmáticos adoradores de la soledad compartida,
paganos sacerdotes del sexo luminiscente y exangüe
que nos transformaba en asesinos consuetudinario de neuronas.
Nuestro jardín impregnado de colores verde, rojo y amarillo
era mirador inefable donde las distancias eran infinitas,
espacio en el que buscabas refugio tras el cansancio
y donde soñábamos que la vida juntas sería eterna.
Vivíamos sobre las nubes y apareció la tormenta y las destruyó,
el cielo se pintó de grises y negro y llegó de visita el dolor
de la mano de una realidad, que como fugitivos, habíamos burlado
pero que tomó su puesto y nos desalojó, separándonos.