Por alguna inexplicable razón, mi volátil imaginación siempre ha retratado al tiempo como un ser corpóreo, lo cual no es realmente una novedad en la literatura, ni mucho menos en el cine, pero aunque la idea no resulte brillantemente fresca, en mi caso el ingenio lo dibujaba como un individuo inquieto e indeciso, poseedor de dos rostros que en todo momento se encontraban viendo en direcciones distintas, como si la vida se tratase de un laberinto que te devorará independientemente del camino que escojas.
Supongo que a este personaje lo comencé a soñar cuando era más joven y estaba obsesionada con la mitología griega y romana. Investigando a los dioses secundarios, descubrí a Jano, la divinidad romana consagrada a “las aberturas y los comienzos” el dios, era poseedor de una cabeza con dos rostros que miraban en direcciones opuestas. Yo siempre lo consideré el dios de las decisiones por su condición bicéfala y su tendencia a señalar caminos totalmente opuestos.
Como dije antes, para mí el tiempo era un ser con dos rostros, como Jano. Como si la vida fuese quizás no un laberinto intrincado, pero si un largo pasillo con muchas bifurcaciones, en donde en cada una de ellas se encontrara él, con una mano señalando un sentido distinto, de manera que, un sendero te llevaría a la gloria eterna, la felicidad suprema y el otro a una ineludible muerte, sin siquiera resultar traicionero, puesto que al fin de cuentas, tu eras el único con la posibilidad de escoger tu camino.
Así lo quise vivir siempre, como en una tragedia griega promedio. Cuando me he encontrado en la frontera entre ambos senderos, con el ser fantástico de mi mente mirando de soslayo mi rostro, esperando por mi decisión, me he sentado a cavilar con detenimiento en el tiempo vital que tenemos disponible. En ese momento dejo de sopesar las decisiones y en el miedo que me causa tomar uno de los dos caminos y comienzo a pensar en esa esperanza de vida tan relativamente corta que tiene el ser humano.
Pienso profundamente en como lo dejamos escurrirse entre nuestros dedos cuando somos jóvenes o lo invertimos erróneamente en lo que la sociedad espera de nosotros y no en aquello que nos hace realmente felices. Espero que este escrito no les haga creer que una vida hedonista es la estrategia más hábil del repertorio.
Pero el camino contrario, el hacer las cosas por pura lógica, sin un ápice de amor por lo que elegimos, nos hace pasar al menos 25 años de nuestra existencia terrenal preparándonos para garantizarnos una vida más cómoda y posterior a eso, solo esperamos a que la felicidad llegue de golpe, porque “nos lo merecemos” o al menos eso es lo que nos han hecho creer para que cumplamos con el estereotipo de individuo completo.
Seguimos trabajando, pagando las deudas, comprando cosas y aunque ya no esperamos sin más, buscamos la felicidad en los sitios incorrectos y con un instrumento no muy útil para alcanzarla; el dinero. De esa forma nos llega la vejez y la muerte, con nada más que la sensación de que siempre tuvimos al alcance la tan ansiada felicidad y no hicimos lo que debíamos para nadar en su abundancia.
De esa forma siempre reconocí que ese era el camino de lo fácil, de una abundancia efímera, falsa, porque no hemos sido capaces aún de identificar el valor para hacer aquello que verdaderamente nos llena, y aunque guiarse por la promesa de que una sabia decisión te llevará a una vida más estable, no necesariamente tiene que ser el trayecto adecuado.
A pesar de que no es malo, suele ser un pasillo sin pasión. Si te esfuerzas en algo que llena de gozo tus días, tomaste la elección correcta. Pero si constantemente has escogido aquello que resultaba más sencillo elegir, esperando que en un futuro no muy lejano la felicidad, la realización, el sentido hiciera acto de presencia por sí solo. No hay camino que funcione para ti.
En esta opción siempre encontré consuelo, un rostro más dulce de aquello que llamamos tomar una decisión, pues su belleza subyace en que requiere del mismo esfuerzo y dedicación, incluso quizás más complicado porque no será un camino en donde todo sea tan fácil como respirar, pero en él, la felicidad no es un destino si no parte intrínseca del sendero. Aún a estas alturas desconozco si es lo correcto o si por el contrario, es la opción menos adecuada.
Si esto te atemoriza, una buena noticia es que el camino se puede revertir en muchas ocasiones, somos libres de transitar tantos como deseemos, y aunque cada uno tiene sus complicaciones, sus consecuencias, no hay mejor manera de aprender que equivocándose todo lo posible antes de tomar una decisión drástica, de las que cambia tu existencia para siempre. Dudo que se encuentre satisfacción en la levedad del ser, en continuamente tomar el paseo previamente marcado, sin tomar jamás ningún riesgo.