Quizás sea verdad, después de todo, que no hay mal que dure cien años ni tampoco cuerpo humano que lo aguante, como sabiamente afirma un viejo refrán popular.
Al igual que la hidra de siete cabezas, la terrible Bestia del Apocalipsis de San Juan, cuya presencia, al menos psicológicamente hablando, determinó una buena parte del pensamiento y la vida cotidiana medievales, atravesamos hoy una época de grandes cambios, cuyo heraldo, no obstante, igual de pernicioso que la mítica bestia del supuesto discípulo amado, ha afectado, de una u otra forma al desenvolvimiento general de nuestras vidas, cambiándolas en gran manera.
Por eso, resulta verdaderamente extraño, casi podría decirse que surrealista, hablar de normalidades recuperadas, como el que asiste a una función de teatro clásico, supongamos que a una obra de Calderón de la Barca y sale de la función totalmente convencido de que la vida es sueño.
Este domingo, el corazón de los madrileños ha estado dividido, no en esas dos Españas de Machado, que con pesar vuelven a helarnos otra vez el corazón, sino por aquellos que festejaban la completa apertura del más famoso de los mercadillos populares, el Rastro y los que aprovechaban para tomar alegremente al asalto las principales avenidas de la ciudad y participar o simplemente dejarse ver, en una jornada de maratones, al fin y al cabo, no menos populares.
Yo, dejándome llevar por la salomónica sabiduría de aquel mercenario medieval, Bertrand Du Guesclin, ni quito ni pongo rey, tan sólo sirvo a mi derecho de comentar, pero eso sí, evitando tirar las campanas al viento, pues al contrario de la opinión de mucha gente, creo que a la hidra que nos amenaza, todavía le quedan algunas cabezas que cortar.
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