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Trabajé como taxista durante más de 20 años: un oficio que odié, que me causó problemas de espalda y dolores permanentes en el cuello... pero en el que curiosamente acabé encontrando la felicidad.
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Eran las siete de la noche, y ya estaba por devolverme a casa, cuando tres muchachos bien vestidos alzaron la mano en la parada. Me acerqué a la orilla y sonreí con gusto cuando aceptaron mis tarifas: los tendría que llevar a tres sitios cercanos, era plata muy buena para el poco tiempo que me tomaría.
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Media hora más tarde, uno de los muchachos había tomado ya el volante de mi Yaris, el otro hacía llamadas por el teléfono y el último me apuntaba con una pistola pequeña mientras yo hacía mis rezos en silencio, echado sobre las alfombras que convenientemente había limpiado antes de recoger a estos tres, mis últimos clientes como taxista.
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Pensé que me matarían. Me dejaron con las llaves del carro en una solitaria calle del centro de la ciudad y me pidieron disculpas por el mal rato... Pero se llevaron mi teléfono, los discos de Daddy Yankee y el dinero que había reunido aquel día, pues «necesitaban bajar la bronca de no haber podido matar al que los había quebrado». Habían hecho todo eso para matar a alguien en una fiesta, el vehículo solo les servía como método de escape.
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Nunca antes había visto tan bella a la madre de mis hijos hasta esa noche, cuando volví entre lágrimas buscando su abrazo protector a pesar de estar en pleno proceso de divorcio. Tampoco besé nunca con mayor cariño a mi pequeña hija dulce, ni me aferré con más fuerza a mi niñito de cabellos rubios.
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Me encontré con que la vida misma es motivo de felicidad, y que ya lo demás son accesorios que nos hemos inventado para enredarnos la existencia. Acabé vendiendo el carro. «Va a volver a ser taxi su puta madre», me dije. No me divorcié, me aferré como un loco a las cosas que aún tenía.
¡Quién diría que la mejor forma de aprender a vivir sería encontrándome de bruces con la muerte!