OBSERVAR BIEN ES LEY DE VIDA
Luis Alberto y Juan David iban contando todos los carros o automóviles de color gris a lo largo de la vía, desde que salieron de su casa en la ciudad de Caracas y durante todo el viaje gritaban con todas sus fuerzas, a todo gañote y, por supuesto, al unísono, el número por donde iba su conteo.
¡Cinco! ¡dieciséis! ¡veintiuno! Eran los gritos que iba escuchando la señora Miranda Valentina, la madre de estos morochos que decidió viajar hasta Barcelona para visitar a su comadre, a quien no veía desde hace más de un año. Era realmente un viaje muy corto, saliron el viernes por la mañana, no le importó demasiado que sus queridos hijos faltaran un día al colegio, y regresarían el domingo después del mediodía para que no le agarrara la noche por una carretera venezolana.
Juan David era unos 3,5 centímetros más alto que Luis Alberto, pero había nacido después, por ende era el menor sólo con ocho minutos de diferencia, tiempo suficiente para ejercer las jerarquías en esa hermandad. Competían por todo, pero siempre sin pelear, había complicidad y carcajadas a montón para ver quién llegaba primero en todas las cosas que se puede imaginar: quién terminaba de comer antes, quien trepaba más alto el árbol, quién terminaba antes el libro o, como e esta oportunidad, quién veía los carros grises antes.
Miranda Valentina los conocía muy bien, como buena madre ya sabía de memoria todas sus costumbres y juegos, incluso había empezado a descifrar algunas de palabras del lenguaje secreto de sus morochos. Muchas veces ella misma era parte de la complicidad pero otras veces, sin duda y con razón, era agotador. Durante las primeras horas del viaje los ayudó a contar, daba pistas de la ubicación vehícular de algúno de color gris no avistado por estar concentrados hacía otro lugar. Pero luego lo gritos la aturdieron, así que cuando coincidió la llegada a Barcelona junto con el grito del número 583 por la camioneta que se encontraba delante de ellos, respiró profundo, los miró por el retrovisor con una sonrisa real pero sin fuerza y sintió el mayor alivió de su vida.
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