EL PREDICADOR DEL OTRO LADO


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Imagen de Geran de Klerk en Unsplash
Editada con PhotoScape


«Se gobierna mejor a las personas por sus vicios que por sus virtudes.»

— Napoleón I


EL PREDICADOR DEL OTRO LADO


Los ojos de mi esposa cambiaron para siempre, sus manos suaves se volvieron ásperas, su piel pálida y seca como los troncos de los árboles viejos, sus cabellos dorados se transformaron en argenta opaca y tosca como el heno. He de morir entre los brazos de la culpabilidad, al permitir que Ana cayera adormecida en las palabras de un charlatán, aquél que la persuadió hacia un mundo de engaños, horror y destrucción.

¿Cuánta abominación puede existir en las manos extrañas de un demente? ¡¿Cuánta?! Si el infierno aún es tenue y sus fauces mastican y escupen a las almas más inocentes. Mi esposa tuvo la desdicha de quedar enredada entre la bifurcada lengua de una gran serpiente. Atrapada, siguió los delirios de un demente. Fausto era un pastor que había llegado a nuestra ciudad de manera misteriosa. Una noche, mientras los borrachos se perdían entre palabras ciegas, Fausto irrumpió en una conversación, se veía un hombre sabio, sensato, conocedor de lo oculto y de fuerzas misteriosas. Sabía cómo llegar a las personas y no tardó en adquirir algunos adeptos.

Las facciones de aquel viejo pastor le otorgaban un aura penumbrosa y terrorífica. Sus enormes ojeras como pozos vacíos y profundos. Su cabello como un matorral desenvainado y seco. Sus rasgos faciales prominentes que exponían las líneas de sus huesos. Sus manos larguiruchas y nudosas que desplegaban uñas carcomidas y amarillentas que parecían consumidas por algún hongo devorador, pero, obviando los detalles de su estado físico aberrante, en cuanto a vestimenta el hombre vestía muy bien.

Fausto era un hombre feo y elegante con el don de la palabra que hablaba sobre vidas en lugares más allá de la imaginación humana. Jamás caí en su sofismo que solo buscaba acumular adeptos, pero mi esposa Ana si lo hizo, y temí mucho por ella, puesto que hace mucho tiempo había perdido la fe.

Hace un par de años, Ana y yo íbamos a disfrutar la dicha de tener un hijo en nuestro hogar. Ella, rezaba cada noche con que las cosas salieran bien, y yo, junto con ella, pedía que nuestros planes se cumplieran. Una mañana, la más fatídica de todas, Ana comenzó a sentirse mal, y se desplomó en el suelo abruptamente con los ojos cerrados y la boca abierta.

Llegamos al hospital con los nervios alterados y rápidamente fue atendida de emergencia. Pasé agónicas horas en espera de noticias sobre Ana y mi bebé, hasta que finalmente una enfermera vino a mí con el rostro afligido y severo, revelándome el nefasto estado de mi esposa a quien todavía no podía ver.

Después de media hora el médico encargado vino a mí, me permitió pasar a ver a Ana lo cual hice raudamente y, al entrar, mis ojos se desplomaron en lágrimas. Ella se encontraba con el rostro pálido y llorando, había tenido un aborto prematuro debido a la fuerte caída. La tomé de la mano, luego la abracé apretándola con fuerza, y ella en mi oído me susurró que había perdido la fe.

Sus palabras fueron frías, severas, cargadas de dolor y tristeza, ese fue el día en que mi esposa se extinguió, y desde entonces no la he podido recuperar. Hasta el día en que conoció a Fausto, pareciera que su rostro de antaño resurgió de entre una fosa abismal. Desconozco las palabras que aquel demente le confirió, pero lo cierto es que le devolvió esperanza a su vida, arraigándose en su piel, corazón y personalidad.

Los días pasaban y cada vez eran más extraños, Ana solo me hablaba de cosas esotéricas, raras y sin sentido. Me hablaba de profetas que provenían de otra dimensión, carentes de rasgos humanos, en vez de brazos tenían tentáculos, en vez de ojos tenían cicatrices, en vez de palabras emitían alaridos, y en vez de bondad esgrimían una sensación parecida a la calma, y que a pesar de sus apariencias horribles transmitían esa sensación aciaga de tranquilidad.

No podía entender en lo que Ana creía, así que por su bien le prohibí asistir a las misas del viejo Fausto, puesto que su intelecto corroía a las personas otorgándoles otra extraña fe. Ella me observó con una mirada perturbadora, pareció que iba atacarme, pero luego dio la vuelta y se ocultó en nuestra habitación como las sombras que huyen de la luz.

Esa noche me sentí muy mal, por lo que fui a disculparme con ella, pero me di cuenta que había huido por la ventana dejando solo una especie de diario sobre la cama. Deduje que había ido a la misa de Fausto, y mis temores fueron confirmados al leer el diario y encontrar una palabra que me llenó tanto de dudas como temor: «Renacimiento».

No lo dudé dos veces y me dirigí hacia aquel lugar; un pequeño almacén abandonado en el centro. Con celeridad llegué hasta aquel espacio, escuché canticos y voces que vociferaban invocando a un ser colosal. Di una patada a la entrada y al divisar a mi alrededor, mi mente iba a ser víctima de un colapso. Mis compañeros de trabajo, mis amigos, hasta mis padres, se encontraban alabando el horrible suceso. Despavorido me llevé las manos a la boca, ¡al ver a mi esposa en el fondo con el cuerpo lleno de sangre!

El día del funeral de Ana todo había cambiado. No supe más de Fausto ni del culto que dirigía. Tampoco supe más de las personas cercanas a mí, todos fueron desprendidos de mi vida, pero ese día, acechándome con sus ojos de arpía infernal, sentía la mirada de aquel predicador charlatán divisándome a lo lejos desde un espacio sombrío.

FIN


Escrito por @universoperdido. 5 de Mayo del 2021

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