El parásito | Relato corto |

    Él la amaba, los dos se amaban con locura; y ante el fortalecido sentimiento del albor de un amor una propuesta de matrimonio, que salió de los labios de uno, solo pudo ser correspondido con un «sí» ahogado, consecuencia de la mezcla de asombro y felicidad, de los labios del otro. Así, el amor se convirtió en unión y continuó, con dos que pasaron a vivir como uno, en una pequeña casa, apartada de todo y todos los que ambos conocieron alguna vez. Allí su afecto floreció más, a puntos alguna vez insospechados.

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Fotografía original de: Pexels | Alexandr Podvalny

    «Tengamos un perro» dijo ella el cabo de una semana, creía fervientemente que una casa no podía ser un hogar completo hasta no tener una mascota. Solo fue cuestión de un día para que aquel deseo se materializara en un pequeño cachorro que les regaló una anciana cuando fueron a comprar víveres al pueblo más cercano. Ambos se amaban y el cachorro los amó a los dos, con ese amor inmediato, tan puro e incondicional que solo un animal es capaz de dar, y por el mes siguiente, intensa felicidad no paró de crecer.

    El perro pasaba todo el día con ellos, dormía a los pies de la cama y solo se separaba en las tardes, cuando iba a jugar y descansar a la sombra de un sauce, enorme y antiguo, junto al que fue construida la casa en la que habitaba la feliz pareja y la mascota. Ese día, llegado el ocaso, el cachorro no regresó como acostumbraba. La pareja salió a buscarlo, consiguiéndolo acostado a los pies del sauce, débil, apenas pudiendo mantenerse en pie, con la vista pérdida y las encías pálidas. A la mañana siguiente parecía estar recuperándose, aunque aún se le notaba decaído. Lo alimentaron con fruta y decidieron que lo llevarían al veterinario el próximo día si no continuaba la mejoría.

    A la próxima alba los gimoteos ansiosos los despertaron. Parecía estar tan vívido como siempre, sin rastro de la fatiga ni la debilidad de los días anteriores; y de nuevo la felicidad y el intenso amor, que habían sido relevadas temporalmente por preocupación y malestar, regresaron esporádicamente, hasta que de nuevo cayó el atardecer y, como hacía tres noches, su pequeña mascota yacía desplomada junto al sauce. Así pasaron dos semanas, siempre repitiendo el mismo patrón: el can mejoraba y volvía a su estado de desfallecimiento. Ningún veterinario supo a ciencia cierta qué mató a su pequeño cachorro tan rápido, desganándolo hasta dejarlo hecho huesos, incapaz de caminar y a duras penas capaz de emitir sonidos el último día de su fugaz vida.

    Junto con el cachorro el amor comenzó a morir, las culpas y la tristeza se reflejaron en comentarios inoportunos y palabras hirientes. Entre «tú no lo querías tanto como yo», «te dije que lo lleváramos antes», «si me hubieras hecho caso» y similares puñales clavados a dos corazones que, de por sí, sangraban por la fugaz partida de su pequeño can, aquel pilar de amor se resquebrajó e irremediablemente cedió; y a pesar de que siguieron juntos ya no eran uno, ni nunca más podrían serlo.

    Tras otra innecesaria pelea, como las que tenían a diario, él salió a afuera para encender un cigarrillo. Desde el portón observó al gran sauce mientras exhaló una estela de humo y se olvidó de sus problemas. Caminó hasta allá, decidió ir a arrecostarse, como su pequeño cachorro solía hacer. Ni bien acomodó la espalda en el tronco del árbol sintió una punzada en su pantorrilla. No dudó de que algo afilado acaba de traspasar su carne, de un brinco se levantó y tanteó con la bota en el barro. Corrió a la casa y cogió la pala, tenía un mal presentimiento, un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Al verle, su mujer corrió detrás de él, sin entender qué ocurría. «Hay algo debajo grama» le espetó, antes de cruzar de nuevo el umbral de la puerta.

    Bastó con meter la pala un par de veces en la húmeda tierra para chocar con algo, una superficie blanda y de color gris oscuro. Sin pensarlo metió las manos y la sacó, esa bolsa pesaba como dos sacos de papas juntos y, a pesar de lo blandengue, se sentía como cuero endurecido en las palmas. Él apenas la sacó por completo la tiró de golpe al suelo. Ella encendió la linterna y, con la mano, apuntó a esa cosa. Al ver los cuatro pares de patas moviéndose frenéticamente boca arriba emitió un grito ensordecedor, un sonido emanado con el alma más que con la garganta que helaría la sangre a cualquiera. Él, incrédulo y palidecido, cayó de rodillas. «Maldita... fuiste tú... fuiste tú» replicó al parásito tumbado patas arriba frente a los dos. Más allá de que, como consecuencia de su tamaño, cientos de veces más grande de lo normal, pudiera lucir como una criatura lovecraftiana, salida de las fauces más profundas de una historia de horror, era sin dudas una garrapata, un parásito común allá donde habiten mascotas.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

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