Una primavera tardía
Retando las malas lenguas que hay en todas partes, doña Rosita usaba vestidos que parecían volar mientras ella caminaba y dejaba claro que algunas mujeres son una obra de arte. Los ojos de Valdomero, sedientos, no dejaban de mirarle y se iban detrás de ella como si ella fuera caramelo y él un glotón infante. La mujer madura consciente de la atracción que creaba en el pasante, como cualquier rosa fresca rejuvenecía y mostraba sus colores más brillantes.
Cierta tarde, aquejada por un resfriado, doña Rosita mandó a llamar a Valdomero que hacía guardia en el dispensario. Con paso inquietante, salió el muchacho a encontrarse con la viuda que lo estaba esperando. Dicen las malas lenguas que cuando llegó Valdomero, ella estaba en su cuarto y él entró hasta allá, como si lo estuvieran llamando y doña Rosita en su cama, según dicen, le abrió los brazos sin ningún recato.
Lo que sí es cierto y esto yo lo vi, no me lo contaron, es que después de aquella vez Valdomero, poco a poco, a casa de doña Rosita se fue mudando. No hay que negar que después de aquel acontecimiento a Valdomero se le vio más entusiasmado y doña Rosita, cada día, parecía estar más florecida como si la estuvieran regando.