Destinos anticipados
En mitad de la oscuridad se escucha un llanto, imploran auxilio, ayuda. Un grupo de personas sale corriendo en búsqueda del grito desgarrador. El grito es seguramente de una madre, de una esposa, de una hija. En este país las mujeres quedan solas llorando a sus hombres, que se mueren o se van; es igual porque la soledad es similar a la muerte. Son ellas las que corren en las noches, como fantasmas o sombras, con sus batas sucias de orine, de comida, de sangre. Son ellas, las que ante el cuerpo caído, miran al cielo en un ruego pidiendo misericordia.
Luego vienen los golpes en las puertas, el grito de los vecinos pidiendo un carro para trasladar al herido, el cuerpo, la vida que se va. Algunos se hacen los dormidos, otros los sordos; los que salen, hablan de no tener gasolina, ni batería, alguna falla en el motor. Entonces entre todas las madres recogen el cuerpo de la tierra que siempre queda manchada, marcada por la sangre, y se lo montan en los hombros, como Jesús su cruz, y salen corriendo, porque saben que cada minuto, como monosílabo, se acorta y las noches en los barrios, son un ajedrez perpetuamente en jaque.
Después que vuelve el silencio en aquel valle de lágrimas, se encienden las ventanas de las casas anunciando el final de los sueños. La cicatriz queda en las pupilas de los niños, que anticipan su destino detrás de las cortinas cuando entre ellos juegan con su manitas, en forma de pistolas, que pegan en la frente del otro y los dedos son gatillos, y sus vocecitas hacen: pum, pum, pum.