Las nostalgias del otoño
El hombre sonrió y pasó por encima de los muebles sus manos arrugadas. Quién diría que aquel joven tan asiduo de las parrandas, asentaría cabeza, años después, y llegaría a apreciar el calor que más que el cuerpo, ofrece el alma. Se miró en el espejo y su cabeza cubierta de canas, unas arrugas en el entrecejo, un conato de panza. La vida misma se había encargado de dejarle huellas en la cara.
Un florero con flores secas cerca de la ventana, le recordó que a manos llenas bebió del amor como se bebe del agua clara. Que soñó con imposibles y luchó algunas batallas, que creyó en las personas, aunque al final lo lastimaran. Creyó y en su misma medida ofreció confianza: de amigo fue amigo, pero a los enemigos ni pan ni agua.
Supo tempranamente que a nadie debía darle la espalda: al amigo porque debía ayudarse y al enemigo por temor a la espada. Suspiró mientras entre los polvos de ayer caminaba y con paso lento desde el pasado hasta el presente, una línea trazaba. Con cierto pesar y mucha nostalgia se dio cuenta que aunque aquel espacio no cambiara, era él el que, con los años, se transformara.