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La Rosa de Auschwitz (Se Acercan los Rojos)

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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—Lo... siento mucho... no tuve otra opción, de haberme negado también me habría disparado y yo quiero vivir... a pesar de todo —se disculpó en medio de sollozos la mucama que había leído la frase grabada en el anillo, luego le puso una mano en el hombro a Judith que lloraba en silencio frente al cuerpo de Deborah—. ¿Era tu madre?

La mujer negó con la cabeza.

—Era mi suegra pero la amaba como a una madre —dijo dejando caer su cabeza sobre el cadáver.

La mucama miró hacia atrás, temerosa de que el Kommandant regresara.

—Debemos sacarla de aquí —dijo nerviosa.

—¡No! —espetó Judith negando con la cabeza mientras abrazaba el cuerpo.

—Por favor... ya no podemos hacer nada por ella, dejemos que los sonderkomando se encarguen.

La idea horrorizó a Judith.

—¡Mi marido! —exclamó—, él es es uno de ellos pero no puedo dejar que la vea así.

—Hay cientos de Sonderkomando... tal vez más, no necesariamente...

—¡Ya están aquí! —dijo otra mucama entrando en la cocina acompañada de dos hombres, vestidos igual que ellas, con uniformes a rayas—, cuando supe lo que pasó corrí a buscarlos antes de que Herr Schneider lo ordenara —la mujer miró hacia atrás con discreción y añadió en un tono de voz más bajo—: está como loco, sentado en la escalera con el rostro entre las manos... creo que está llorando aunque no hace ruido.

—¡Cállate! —dijo uno de los Sonderkomando poniéndose manos a la obra en el levantamiento del cuerpo de Deborah—, ése no es asunto nuestro. Será mejor que nos demos prisa y que ustedes limpien eso —concluyó luego refiriéndose a la sangre.

—¿A dónde la llevan? —preguntó Judith comenzando a sentirse más sola que nunca.

—Al crematorio —respondió uno de los hombres con un tono triste—. De verdad lo siento, señora, pero no podemos hacer nada al respecto. Dejemos que se convierta en cenizas para que vuele alto y muy lejos de aquí.

Era cierto... ya no podía hacer nada por su amada suegra y viéndolo desde otro punto de vista, al menos ella ya era libre, en cambio...

—¡Hanna! —gritó Dedrick desde las escaleras, despertando al fin de un letargo que lo había mantenido extrañamente indefenso por un rato.

Su grito alertó a los demás.

—¡Váyanse! —dijo la mucama.

Los sonderkomando salieron de la casa por la puerta de la cocina, llevándose consigo a Deborah. Judith los miró partir por la ventana con una sensación quemante en el pecho... ¿Qué se supone que haría ahora sin ella? Su principal apoyo, su pilar...

—¡Hanna!

—¡Dios mío! —susurró Judith cubriéndose los oídos para tratar de acallar los gritos—. ¿Qué podía hacer por Hanna? Era horrible sentirse impotente.

Dedrick, por su parte estaba loco de ira y dolor... no podía soportar tanta humillación ¿Cómo era posible que ella prefiriera a un ser sucio e inhumano antes que a él? ¿Cómo pudo rechazarlo para casarse o comprometerse con un judío?

—¡Un... judío! —espetó con la respiración entrecortada por la ira—. ¡Un asqueroso cerdo judío! —dijo subiendo la escaleras a toda prisa.

Los judíos... siempre ellos. Acusaban a Alemania de implementar una hegemonía férrea e implacable cuando fueron ellos los que invadieron el país primero, y posteriormente el resto de Europa, obteniendo sus riquezas, adueñándose de todo. Los judíos eran avaros por naturaleza, seres sin escrúpulos... por su culpa se perdió la primera guerra... y uno de ellos había sido el responsable de la muerte de Dereck. Siempre querían adueñarse de todo, tomando lo que querían sin ningún reparo: la economía, el poder, las vidas de los arios y hasta.... ¡Maldición! Uno de ellos había logrado robarse a Hanna, invadir su casa, su mente, mancillar sus ideas para generarle empatía y hasta lograr que lo viera como a un igual...

La mujer se había casado o comprometido con uno de ellos... por eso los defendía...

—¡Hanna! —volvió a llamarla a gritos al no verla en su habitación. Posteriormente golpeó la puerta del baño pero no obtuvo respuesta—. ¡Abre la puerta inmediatamente!

Ella no respondió y tampoco parecía escucharlo, simplemente seguía dedicándose como autómata a la labor que la había mantenido ocupada desde que huyó de la cocina tras la muerte de su suegra...

Estaba allí, mirándose en el espejo mientras que, con tijera en mano, cortaba todos los hermosos rizos blondos que antes adornaban su cabeza, y que ahora caían con gracia sobre el lavabo... No quería ver más sus rasgos arios... ¡Los odiaba!...

—¡Déjame! —gritó al fin mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro, e iban a dar al lavabo junto con los bucles que se desprendían de su cabeza, una vez que la tijera se cerraba implacable sobre ellos.

—¡Abre la puerta, Hanna! ¿Por qué te molesta que acabe con los asquerosos judíos? ¿Por qué los defiendes? ¡Despierta! —gritó el hombre mientras golpeaba la puerta con los puños.

Al terminar, Hanna dejó al fin la tijera a un lado y se pasó las manos por la cabeza donde todavía quedaban algunos mechones irregulares de cabello, pero eso poco y nada le importaba. Quería mancillar su apariencia lo más que pudiera para que Schneider perdiera el interés, e incluso la repudiara más... prefería morir que pasar un solo segundo más a su lado, sobre todo después de lo que había hecho... ¿Qué seguiría después?... ¿Mataría a Judith?...

¿Cómo iba a mirar a Benjamin a los ojos y a explicarle que vio morir a su madre sin poder hacer algo al respecto?... ¿Cómo podía ella misma mirarse a los ojos en el espejo sin sentirse miserable? Debió haber reaccionado más rápido... debió interponerse, quizá Dedrick no hubiese disparado.

—¿Te casaste con un judío, Hanna? ¡Dime su nombre! ¡Dime si está aquí! —gritó iracundo pero tratando de regular su respiración—. ¿Por qué lo hiciste?... ¿Acaso te obligó?

—¿Por qué no puedes entender que lo hice por gusto? Para mí no hay diferencias entre etnias, razas o religiones... nadie es mejor que nadie.

Dedrick miró la puerta con incredulidad.

—¿Cómo puedes decir eso? Somo diferentes a ellos en todos los sentidos, somos superiores y solo desde un tiempo para acá estamos reclamando el lugar que nos corresponde. ¡Entiéndelo de una vez! ¡Somos diferentes! ¡Tú eres diferente a esos malnacidos aunque te niegues a aceptarlo! —gritó Schneider preparándose para patear la puerta y así poder abrirla, pero no fue necesario ya que escuchó el sonido del cerrojo y a los pocos segundos se abrió.

—No creo que opines lo mismo ahora —respondió Hanna mirándolo con dureza, aunque sus ojos estaban rojos y laxos por el llanto.

Dedrick la miró con asombro.

—¿Qué demonios hiciste?

—No hice nada que ustedes no hayan hecho antes, ¿acaso no cortan el cabello de los judíos con la intención de venderlo a la industria textil? —espetó ella arrojándole en la cara algunos mechones que aún tenía en la mano.

—¿Cómo puedes compararte con ellos? —preguntó él con desprecio mientras negaba con la cabeza.

—Porque somos iguales...

—Entonces es así como debería tratarte ¡Maldita! —gritó de nuevo Schneider abofeteándola.

Ella cayó al piso y él comenzó a patearla.

—Dices que son iguales, Insistes en ayudar a toda esa escoria inferior... te empeñaste en rechazarme después de todas las consideraciones... y excepciones que he hecho contigo... —dijo Dedrick entre patada y patada. Ella solo se cubría la cabeza y el rostro para intentar protegerse, pero no le suplicó clemencia—, y hasta preferiste a uno de ellos por encima de mí. ¿Es esto lo que querías entonces? ¿Ser tratada como una de ellos?

—¡Mátame! —gritó Hanna.

Cuando Dedrick escuchó la voz trémula de Hanna fue como un impulso que accionó el interruptor de su realidad... ¿Qué demonios estaba haciendo? —se preguntó a sí mismo internamente mientras la miraba con incredulidad.

—Acaba conmigo de una vez... —dijo la mujer con las pocas fuerzas que le quedaban, pero su memoria le trajo la imagen de Benjamin y sus padres... Si aún estaban vivos... ella debía luchar—. ¿Por qué eres tan cruel?

—¡Hanna! —exclamó Dedrick en un susurro, horrorizado ante lo que había hecho.

Lentamente se hincó a su lado e intentó socorrerla, pero ella rehuyó su contacto.

—¡No me toques! —dijo retrocediendo hasta toparse con la pared.

—Perdóname... perdí los estribos pero tú... tú no debiste hacer eso —dijo Dedrick señalando la cabeza de la muchacha.

Hanna percibió una extraña mirada de tristeza que no le había visto antes. Sus ojos se pasearon por el rostro magullado de ella tras la bofetada y notó que se sujetaba las costillas.

—Siempre te he amado, Hanna, he intentado darte lo mejor, incluso te di libertades pero... ¿por qué me odias? ¿por qué consideraste a un sucio judío mejor que yo? Un alemán puro.

—Porque yo no hago diferencias entre los seres humanos —respondió ella—. Soy cristiana y siempre se me inculcó el amor por el prójimo, nunca le hemos hecho daño a nadie.

—Dime quien es... —susurró Dedrick, cerrando los ojos, suspirando para armarse de paciencia—. Él no pudo amarte tanto como yo... solo era una rata que vivía escondida bajo tus faldas... un cobarde.

—De qué sirve que te diga quien es si probablemente ya lo mataste —dijo la mujer levantándose con dificultad.

Él intentó ayudarla pero de nuevo ella lo rechazó.

—No quise lastimarte pero... perdí los estribos al enterarme de que me rechazaste por uno de ellos... al ver que aún, después de todo insistes en mirarlos como a iguales... —tomó el rostro de la mujer entre sus manos a pesar de los intentos de ella por evadirlo, y luego hurgó entre sus bolsillos para sacar un pañuelo—. Tu belleza no se ha perdido ni un ápice —dijo mientras le limpiaba la sangre que le salía de la nariz y la boca, después acarició los mechones de cabello que quedaron hirsutos en su cabeza, víctimas del ensañamiento con las tijeras—, sigues siendo hermosa.

Intentó besarla pero ella lo esquivó con asco, lo que provocó otra reacción agresiva en el hombre.

—¡No nací para mendigar! —espetó con ira golpeando la pared, tan fuerte que se hizo daño.

—¡Entonces no lo hagas! —respondió Hanna estoica.

Ambos quedaron mirándose con odio hasta que Dedrick volvió a sacar la pistola que llevaba en el cinto para apuntarla en la cabeza.

—Debí haberte volado los sesos apenas llegaste aquí porque lo que hiciste fue irremisible, y aún así te perdoné la vida... pero no lo mereces.

—Entonces haz lo que tengas que hacer... ¡Dispara si eso te hace sentir mejor!

Él quitó el seguro al arma y continuó apuntando, dispuesto. Debería hacerle caso, debería terminar de una vez por todas con ese apego que sentía por ella, porque una vez que lograra matarla tendría que olvidarla por fuerza... Sin embargo algo le impedía jalar el gatillo... ella no bajaba la mirada y sus ojos... simplemente no podía hacerlo.

—¿Qué sucede? —preguntó ella con un tono desafiante—. ¿No puedes? Sabes que si lo haces será definitivo y no podrás volver atrás.

—Es cierto —aceptó Dedrick rendido mientras volvía a guardar el arma—, no puedo hacerlo, no por ahora, no obstante hay algo que sí puedo hacer... deberías lamentarlo por tus padres...

—¡No! ¡No, Dedrick! —suplicó Hanna aterrorizada cayendo en la cuenta de lo que el hombre estaba a punto de hacer—. ¿Qué pretendes?

—Tengo que hacer una llamada a Berlín.

—¡No!... ¡Por favor, Dedrick! ¡Te lo ruego!... ¡No les hagas daño! —imploró tratando de retenerlo tomándolo del brazo, pero él se zafó sin esfuerzo.

—¡Suéltame! ¡Te arrepentirás!

—¡Nooo! ¡Escúchame! Yo puedo... haré un esfuerzo por... intentaré cambiar —dijo bajando unos peldaños de la escalera para ponerse frente a él—. Seré tuya si así lo quieres y no tendrás que forzarme.

Las palabras de Hanna solo exacerbaron su ira, así que la hizo a un lado apartándola con un empujón.

—No puedo matarte, no quiero deshacerme de ti pero tampoco puedo verte ¡Traidora!

—¡Dedrick!... ¡Dedrick no!... ¡Dedrcick! —gritó la mujer detrás de él, pero él no oyó sus ruegos y se encerró en su despacho.

Hanna sollozó desconsolada al otro lado de la puerta... iban a asesinar a sus padres... No había pensado en eso. Con su comportamiento había provocado la ira del militar, lo había desafiado y en respuesta él no iba a asesinarla, ya se lo había demostrado, sino que la castigaría de la peor forma, donde más le dolía. Ya había perdido a Deborah y probablemente también a...

—¿Hanna? —preguntó Judith alarmada al ver su cabello cortado y su rostro magullado—. ¿Qué te pasó? ¿Qué sucede?

—Está loco... asesinará a mis padres... ¡No puedo permitirlo!... ¡Dedrick!... ¡Toma mi vida, por favor pero ya no me quites nada más!...

—Shhh, tranquila, estamos juntas en esto... cada vez tengo menos miedo —dijo Judith abrazándola.

Dentro del despacho se escuchó la voz del hombre, y Hanna se calmó para poder oír con claridad.

—Los prisioneros que capturaron hace meses... ¡Sí! Los dueños de Ragweed, el restaurante. Sus nombres son Franz Albert Müller y Angelika Kathrin Müller.

—¡Dios mío, no! —dijo Hanna.

¿Qué? —preguntó Schneider al otro lado de la puerta, y su voz denotaba asombro y rabia al mismo tiempo—. ¿Cómo y cuando ocurrió? ¿Por qué no me avisaron de esto?

Hanna comenzó a alterarse de nuevo, pero Judith hizo que se calmara.

—¡Nooo! ¿Cómo demonios se escaparon de ese lugar? ¿Acaso no estaba vigilado?¿Qué estaban haciendo mientras?...

—¿Escaparon? —preguntó Hanna con voz trémula.

—¿Un motín? ¿Cómo que los guardias también huyeron?... ¡No me vengan con eso ahora! ¡No repitas eso, Hoffman! ¡Esta guerra no se va a perder como la anterior! ¡No, no menciones a los malditos aliados! ¡Jamás entrarán en Alemania! ¿El ejército rojo?... No digas estupideces... ¡Maldición! —exclamó el hombre.

Un golpe acompañado de un vibrante sonido de campanillas le indicó a las mujeres que Schneider había colgado el teléfono con violencia, así que se retiraron de la puerta enseguida.

—¿Qué sucedió, Dedrick? —preguntó Hanna, aunque lo que había escuchado detrás de la puerta fue suficiente para devolverle el alma al cuerpo.

Él la fulminó con la mirada y salió de la casa.

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Los días sucesivos, Schneider no tuvo tiempo para preocuparse por Hanna ni tampoco por la fuga de sus padres, pues otro asunto le robaba la calma...

Después de liberar Varsovia y Cracovia, el ejército rojo comenzó a avanzar sin mayor oposición hacia el interior del país, así que, muy a su pesar tuvo que cumplir la orden recibida por Himmler, esa que tanto le había costado... tenían que deshacerse de las pruebas que los vinculaban con el genocidio...

Ciego de rabia ante la inminente derrota, no tuvo más remedio que reunir a sus hombres y ordenar la destrucción de los hornos crematorios y las cámaras de gas. Para ello invirtieron una gran cantidad de explosivos que ciertamente acabaron con gran parte de la parafernalia de la muerte. Los Sonderkomando suspiraron aliviados, en especial Noah, debido a que que se habían detenido las matanzas masivas, sin embargo seguía habiendo fusilamientos en el paredón, o donde quiera que una bala alcanzara a algún infeliz.

Había demasiado estrés en el ambiente.

—¿De verdad crees que lleguen hasta aquí? —preguntó Selma con el terror reflejado en los ojos mientras Schneider y sus hombres arrojaban documentos a las chimeneas encendidas.

—¡No!... no lo sé —respondió el hombre rasgando más documentos para avivar el fuego.

—¿Crees que el Führer nos envíe recursos para nuestra defensa en caso de que los rojos lleguen aquí? —preguntó Carl desabrochándose el cuello del uniforme—. Con lo que tenemos no creo que podamos resistir mucho... ellos vendrán armados hasta los dientes...

—¡No llegarán! ¡No van a atreverse a tanto! —respondió Schneider impaciente—, nuestro Reich es sólido...

—Yo ya no estoy tan seguro —dijo Bruno Bähr terminándose lo que le quedaba de licor en el vaso—, ellos están avanzando por toda Polonia, es suya, ya la perdímos.

—Bruno tiene razón, Dedrick —dijo Selma colocando la fusta sobre la mesa—, si ellos llegan aquí estaremos perdidos. Debemos irnos cuanto antes porque de lo contrario los prisioneros hablarán y...

—¡Cállate! —espetó Schneider perdiendo la paciencia—. Mientras no recibamos la orden de retirada debemos permanecer aquí.

No obstante, el diecisiete de enero recibió otro telegrama con la temida orden de evacuación del campo, los rojos avanzaban a la misma velocidad con la que se escapaban sus esperanzas de expandir el tercer Reich por el mundo, los días del fascismo estaban contados.

Por más que Dedrcik Schneider se resistió a creerlo por tanto tiempo, ya no podía continuar haciéndolo, su mundo se debilitaba, su sueño de llegar a ser tan grande como el Führer no pudo llegar a ser realizado porque la gran nación estaba llegando a su fin, así que no tenía más opción que capitular, reconociendo la victoria de los Rojos al menos en Polonia, territorio que había sido logrado con éxito por tantos héroes que derramaron su sangre, una nueva humillación que sin embargo no era comparable al hecho de haber perdido a Hanna ante un judío, un sucio judío...

pero no pensaba renunciar a ella, tal vez no podría doblegar su mente y alma, pero aún la tenía en su poder y no la dejaría ir por nada del mundo, jamás reconocería esa derrota, la llevaría consigo a cualquier lugar a donde fuese, incluso hasta el otro mundo porque si se llegaba a topar con sus enemigos, no dejaría que lo atraparan con vida...

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