Lluvia. Ejercicio narrativo

Saludos, miembros de Literatos y de todas las comunidades que hacen vida en Hive.

Lo que leerán a continuación es un ejercicio narrativo de producción reciente. Lo acompañé con un recorte de pantalla que le hice a una escena de un hermoso video cuyo enlace les dejo para que lo visiten si gustan.


Imagen de lluvia.jpg

Fuente

Lluvia

Empezó a llover. Miguel me prestó un impermeable suyo y juntos salimos corriendo de la casa en dirección al parque.

Nos pusimos ropa vieja que nos quedaba un poco ancha por el desgaste de la tela.

Si mamá nos atrapaba, al menos, no se quejaría porque unas prendas en buen estado estarían dañadas por el agua y el fango.

Con las prisas y mi desesperación por no perderme el evento, no encontraba mi impermeable. Miguel me prestó uno viejo suyo. Él buscó la llave, prendimos las luces de enfrente y de la sala y fuimos calle abajo para ir al parque.

Corrimos con cuidado ya que es una bajada empinada y podíamos caer y rodar cuesta abajo. Debo admitir que no nos preocupaba el dolor que causaría la caída y los golpes que recibiríamos sino los regaños de mamá al recibir la noticia de lo que nos pasó.

Miguel ama los días de lluvia. El clima es más fresco, hace frío, ponen en la radio música romántica y relajante compuesta mucho antes de que él naciera. Va a la tienda, compra galletas de chocolate y los ingredientes para hacer café. Mamá adora eso de él. Dice que salió como ella y la abuela. Por entonces, me preguntaba a quién habría salido yo.

Mamá decía que él era un poco gótico. Como nada malo había salido de eso no ha hecho más que ese comentario de esa faceta de mi hermano.

Al llegar al paso de cebra de la esquina sentí un poco de preocupación. La señora María siempre estaba sentada bordando en la ventana a esas horas del día. Volteé a verla antes de cruzar y no la vi. Luego, recordé una cosa. Ella estaba enferma en aquel momento. La última vez que la vi se veía terrible, pero, por una malvada razón, me alegra que esté mal: era tan chismosa que nadie que pase por esa parte de la calle quedaba fuera de su radar.

Miguel y yo llegamos a nuestra meta. Pasamos la entrada y saludamos, aunque las gotas de agua y el viento frío y fuerte le impida al personal oírnos.

Saltamos unos pozos de agua, pero no pudimos escapar de otros. Nuestros pantalones quedaron empapados hasta las rodillas. Corrimos por entre los árboles para llegar a nuestro lugar preferido del parque. Este lugar tiene una vista increíble, pero en los días de lluvia tiene una cosa que lo hace aún más especial.

Llegamos al monumento memorial y alcanzamos la barda que separa esa zona del pueblo de un abismo profundo que lleva a zonas más bajas del lugar.

Miguel sacó un cigarrillo y un encendedor. Empezó a fumar. Intenté mirarlo con disimulo. Había algo en su forma de fumar y de mirar al horizonte que me gustaba mucho. Parecía un personaje de una obra dramática.

Para mi pesar, él me descubrió viéndolo. Nos miramos un rato. No sabía qué decirle ni cómo decirle lo que sea que se me fuera a ocurrir. Por suerte para mí, él hizo el primer movimiento: se sacó el cigarrillo de la boca y me lo dio para que lo probara.

Le di una calada y la nariz se me irritó, me ahogué y tosí. Miguel me dio palmadas en la espalda y, cuando me recuperé, me dio para que intentara de nuevo.

Justo cuando me recuperé del tercer intento de pasar de niño a adulto, apareció. El arco de lluvia, de la traducción literal del inglés o, como lo llamamos nosotros, arcoiris, se alzaba como una semicircunferencia frente a nosotros.

Ese día, cuando mamá volvió nos regañó, como era de esperar. Ella le tenía tanto miedo a la lluvia que nos daba todo lo que hubiera en su arsenal de medicamentos para que no nos enfermáramos.

Ese no es el único recuerdo agradable que tengo de Miguel. Hay otros.

Un domingo fuimos los tres a misa. A mamá le había dado por volverse religiosa y quería que siguiésemos su ejemplo. Yo la obedecía, fastidiado, porque no tenía otra opción. En cambio, Miguel, solo estaba ahí porque se había peleado con los chicos de su pandilla. Por lo que no tuvo excusa para escapar de la iglesia.

Ahora recuerdo todo con risas porque las misas nos aburrían a ambos por igual.
Solo que Miguel cabeceaba desvergonzadamente y bostezaba sin ningún miramiento.

Hubo un día en que él se pasó de la raya y mamá no pudo hacer nada para evitarlo.

Nos encontrábamos haciendo los rezos. Íbamos por la mitad cuando, de repente, se empezó a escuchar un ronquido muy sonoro. Mamá y yo quisimos averiguar de dónde venía. Miramos en todos lados y descubrimos que Miguel se había quedado dormido. Los demás feligreses lo miraban avergonzados.

Desesperada, mamá se le acercó y lo sacudió para despertarlo. Lamentablemente para ella, Miguel es de los que golpean si son atacados durante el sueño.

El parque lo remodelaron. El monumento in memoriam fue reemplazado por otro. La barda también fue cambiada por otra más alta.

Mamá ya no está. Miguel se fue también. Ya no vivo en aquella casa sino en otra, en otro pueblo.

Yo no visito las tumbas. No por la distancia sino porque mi hermano no está ahí y mi madre tampoco. El mundo es demasiado grande como para que sigan ahí, mudos y a oscuras, encerrados en cajas de madera.

Galletas, café y lluvia son siempre una buena combinación.

Gracias por ser tan amable y leer.

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