El pardo - Relato (9)

Mientras se apretaba aquel remedio contra la cabeza, María se deshizo de su manto y descorrió las cortinas de cuero encerado que cubrían los ventanucos. De todos modos, la estancia solo se iluminó de verdad cuando avivó el fuego.

Nuño observó a María, pensativo, mientras preparaba la comida. La niña tarareaba una cancioncilla mientras cortaba unas verduras. Luego sacó unos trozos de pescado de uno de los recipientes de barro y lo echó todo a la olla. Daba la impresión de que todo lo hacía jugando, pero el resultado siempre era tan bueno como el de un adulto. Al rato, sacó un pan de una pequeña alacena y habló al hombre:

-Toma, corta unas rebanadas bien grandes y acércate a la lumbre.

Nuño agarró el pan y sacó su cuchillo. La niña había colocado un par de serijos de esparto frente al fuego. Se sentó en uno de ellos y cortó unas hogazas mientras ella removía el guiso y aderezaba con unas hierbas.

-¡Ya está casi listo!

La pequeña cogió entonces una jarra de barro y sirvió un poco de vino al caballero en un vaso de madera. Él lo olió y luego dio un buen trago.

-¿Y de dónde sacáis este vino, la harina y todas las demás cosas?

-Oh, de vez en cuando cruzamos el río y nos acercamos a la aldea para cambiar pescados por harina y huevos, y vino. Y a veces tocino. Y cebollas. Pero nabos no.

La niña le pidió una de las rebanada con un gesto, y vertió encima un poco de aquel guiso humeante con el cucharón. Cuando se la devolvió chorreaba por los lados.

-¡Cuidado con las espinas!

Aquello estaba delicioso. Para él era un festín después de haberse alimentado, las últimas semanas, solo a base de bellotas y castañas, como las bestias. Entonces cayó en la cuenta de que la niña comía en silencio. Sonrió para sus adentros. Así que el yantar era lo único capaz de hacerla callar…

Se sirvieron varias veces, hasta que quedaron satisfechos. Nuño intentó no abusar del vino. Tenía que pensar muy bien lo que iba a hacer. Con aquella niebla no se atrevía a llevarse la barca. Tendría que esperar al padre y convencerlo de que lo cruzase. Bueno, ya lo decidiría, había tiempo. Según la niña, llegaría bastante tarde.

-Oye, niña, mmm… María, ¿no tenéis aquí miedo de que os ataquen aquí los moros?

La niña negó con la cabeza mientras se chupaba los dedos.

-¿Y tú no tienes miedo de salir por ahí sola y encontrarte con algún hombre… malo?

-Por aquí no pasan hombres malos. Además, no tengo miedo porque mi mamá me dejó este cristal para protegerme.

María introdujo la mano por el cuello de la túnica y comenzó a extraer un cordón. Llevaba algo atado en la punta, envuelto en cuero. La niña abrió el envoltorio y mostró una gran gema roja, más grande que un pulgar.

El pardo tragó saliva.

-¿De dónde has sacado eso?

El enorme rubí, perfectamente tallado, brillaba con la luz de las llamas.

-Ya te lo he dicho, me lo dio mi mamá.

-¿Y ella de dónde lo sacó?

-No sé, ella decía que se la había regalado un rey negro.

Nuño alargó la mano con intención de cogerlo. Tenía los ojos muy abiertos y el corazón le latía con fuerza.


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-¿Me dejas que lo mire mejor?

La niña se levantó bruscamente y se alejó, molesta.

-¡No, es mío! Me lo dio mi mamá y no se lo puedo dejar a nadie. Ni siquiera a padre.

La reacción lo dejó un poco descolocado. Se pasó la lengua por los labios y se levantó despacio, con parsimonia, intentando aparentar tranquilidad.

-Bueno, pues entonces me voy a echar un rato. ¿Te parece?

La niña asintió con la cabeza y Nuño se tumbó sobre el poyo con las manos detrás de la cabeza. Por fin la suerte le sonreía. Al final no iba a salir tan malparado de aquella cabalgada.

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Autor: Javier G. Alcaraván (@iaberius)

La ilustración que acompaña a este fragmento es un trabajo de Juan Gallego (@arcoiris) para este relato.

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