Y allí estaba ella de nuevo, mirando a la distancia en la espera de que apareciera el moderno automóvil. Saberse el centro de atención de alguien completamente diferente a la gente del pueblo, significaba una experiencia, no solo nueva, sino también, distinta y excitante.

Los fines de semana entre quehaceres hogareños, cantos al son del cuatro y las maracas, las peleas de gallos con su rutinaria algarabía y el monótono discurrir entre hombres que solo las mirabán como objetos de placer y satisfacción de necesidades, incluidas, el cargar con sus borracheras e impertinencias, se tornaban cada vez más en momentos de los que deseaba escapar.

El breve, pero intenso recorrido en el auto del hombre de la ciudad, se convertía en una aventura como las que se ven en las telenovelas. Un sueño que la mulata sentía estaba comenzando a vivir, gracias a la gentileza, sencillez e interés que el hombre colocaba en ella.

Cuando, en uno de estos breves recorridos rumbo a su faena diaria rodeada de tubérculos y simplicidad campesina, el hombre detuvo el auto y sus miradas se encontraron, la complicidad de una decisión de la que no había vuelta atrás, se hizo patente. El beso anhelado y el encuentro de dos almas diametralmente opuestas en función de sus clases sociales, dio inicio a un torbellino de emociones, sentimientos y deseos, que, sin ella aún saberlo, eran recíprocas.

Algunos años después, rodeados de naturaleza, tranquilidad y paz, la mulata del campo y el hombre de la ciudad, le mostraban al universo el resultado del trabajo del amor, que transcendió más allá de los límites de la caótica modernidad y las fronteras de la simplicidad, de aquellos que se mantienen fieles y aferrados a sus costumbres e idiosincrasia. Y lo hacían con un beso, idéntico en emoción e intensidad, al primero que se habían dado, a la orilla de una carretera, en medio de la nada.