1° concurso Tinta imaginaria/ El cruce

El sol florecía detrás de las montañas. Los primeros rayos apenas se dejaban caer sobre la tierra húmeda. Las calles, llenas de charco, sufrieron los estragos de la tormenta de la noche anterior. En uno de los portales un hombre miraba fijamente el resplandor que surgía detrás de las montañas, y llamaba a las nubes con su afán de lluvia.

Poco a poco la vida en el pueblo comenzaba a despertar. Las mujeres se levantaban a depositar el agua recogida en los pozos y cisternas. De las chimeneas salía humo y el ambiente se llenaba de distintos olores: huevos fritos, queso ahumado, el café colándose, las arepas y las salsas… una amalgama que podía hacer que cualquiera sintiera hambre.

El hombre caminaba deteniéndose a oler los aromas que despedía cada casa. Cerraba los ojos y de pronto se encontraba sentado en la mesa, dispuesta con todo lo que había olido. Huevos fritos, queso ahumado, salsa de tomate, café y pan. Comió hasta quedar satisfecho mientras la señora le servía con una sonrisa, instándole a comer más.


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Satisfecho, el hombre se levantó de la mesa y abrió los ojos y siguió su camino, mientras que la doña, al darse cuenta que le faltaban alimentos, se tomaba de la cabeza y gritaba con furia porque quería saber quién se había comido el desayuno que había preparado.

El hombre siguió su camino. Miró al cielo e hizo una reverencia. El escándalo se había propagado por toda la calle. La gente comentaba que en los últimos días se les habían perdido cosas, sobre todo alimentos y ropa. Sin embargo, nadie notaba al hombre que caminaba con la vista fija, ora en el cielo, ora en el barro, flotando sobre los charcos de la tierra anegada y trayendo consigo la lluvia al final de la tarde.

Al salir del pueblo, el extraño sujeto llevaba la bruma consigo, el frío y la niebla cobijaron el pueblo. Los habitantes se sentían bastante desorientados por el cambio del clima. El hombre seguía su camino hasta el cruce, el límite donde nadie llegaba.

Herminia era una niña con mirada fugaz y al mismo tiempo profunda. Nadie sabía lo que le pasaba porque no hablaba, y curiosamente era la única que podía ver a aquel hombre que aparecía todas las mañanas y se marchaba por el cruce.


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Sus padres le advirtieron, como a todos los niños del pueblo, que no podía andar por aquellos lugares porque se podría perder. Pero la curiosidad era más fuerte, y ella quería saber hacia dónde iba aquel sujeto.

Las noticias llegaban de otros pueblos. Cosas extrañas ocurrían a tal punto que la policía llegó a esos parajes tranquilos, olvidados por el resto del mundo. Por más que indagaron y buscaron, no encontraron nada sospechoso. Un día encontraron a un hombre robándose unas gallinas. Se lo llevaron y hasta allí llegó todo.

Herminia habló con sus padres del hombre extraño, que llevaba un sombrero de paja y un poncho, pero ellos no le creyeron ni una sola palabra. Sin embargo, ellos se alarmaron cuando les habló del cruce.

Esa parte de la carretera estaba abandonada. La verdad es que nadie sabía hacia dónde daba porque desde que se perdió el hijo de Doña Ana, hace unos 20 años, nadie se atrevía a ir por esos lados.

Pero Herminia tenía mucha curiosidad y no le daba miedo estar allí, de hecho, había ido en muchas ocasiones por esos lados con otros niños. Por eso, cuando una mañana vio al hombre dirigirse hacia el cruce, ella decidió seguirlo. En esta ocasión se había formado un escándalo porque amanecieron varias gallinas muertas. La gente estaba alborotada buscando al culpable, pero los más supersticiosos ya se encomendaban a sus santos y dioses.

Herminia lo siguió de lejos. El hombre caminaba con lentitud y, más que caminar, parecía que flotaba sobre los charcos. Entonces se detuvo y volteó. Herminia, quien también caminaba con sigilo, se detuvo. Se sorprendió al ver el rostro jovial y sonriente del hombre. Ella le sonrió. Pensó que era un viejo pero él no llegaba a los treinta.


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Él le extendió la mano, y ella se acercó y se la tomó. Ambos caminaron, en silencio, hacia el cruce, y se perdieron entre la niebla que el hombre arrastraba cada mañana cuando se internaba por esos parajes olvidados por los hombres.

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