Sobre la madera ancha que había servido de mesa para los hombres se agitaban aún los temblorosos tentáculos de uno de esos pulpos gigantes que se acercaban de vez en cuando a la costa de la isla. Los hombres habían dicho que iban a cazar, no a pescar. La mujer no podía ocultar el profundo asco que le producía la criatura ahora convertida en simples trozos viscosos con su olor característico de criatura marina.
De ella se burlaban por su rechazo hacia todo lo que viniera del mar o que tuviera qué ver con él. Era un rechazo que había nacido con ella y se había convertido en algo incontrolable en la medida que fue creciendo y manteniéndose siempre en el centro de la isla y lejos de sus orillas. Una sola vez el piache había hablado con ella y le había dicho que algo horrible le había pasado en el mar muchas lunas atrás cuando ella usaba otro cuerpo, en lejanas tierras, donde usaba otra lengua y donde había muerto ya anciana antes de aparecer acá como un bebé en la esterilla donde su madre la había dado a luz. Ella no había creído una sola palabra de lo dicho por el piache. Un hombre, su hombre, le tomó la mano y la obligó a la fuerza a tocar la punta de uno de los tentáculos. De inmediato le sobrevino ese fuerte y lacerante dolor en el centro del pecho, le faltó el aire y cayó desmadejada en la arena de donde ya nunca volvería a levantarse con vida.
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