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Ryadkala: compromisos y lealtad | Relato corto |

Ryadkala: compromisos y lealtad

 

    —Malditos imperiales —masculló alguien detrás de Adel. —No tienen perdón de los dioses —aseguró otra persona. A la lejanía escuchó un par de sollozos tras de sí, pero en ningún momento volteó a ver cuál de sus hombres lloraba, «si volteas verán tu rostro afligido», se dijo.

    Las cruces se extendían por toda la planicie frente a Ryadkala, él mismo llegó a contar más de cien. En algunas de ellas los crucificados, mujeres y niños de principio a fin, seguían vivos y agonizaban, unos trataban de eludir a los buitres que les arrancaban trozos de piel y otros solo exhalaban sonidos inentendibles que no reflejaban nada más que dolor. Adel escupió, tenía un sabor amargo en la boca, más amargo que cualquier cosa que hubiese probado antes, sabía qué proseguía ahora. Llamó a Jabir Jarah, su consejero y a quien consideraba su amigo más fiel, y le dijo:

    —Dame mi lanza y coge una tú también —Jabir debió haber notado lo sombrío en su tono de voz, pues palideció apenas al escucharle —. Los demás cojan lanzas también.

    —Milord, ¿qué hacemos con los heridos en las cruces? —preguntó un soldado, era apenas un niño no mayor que su hija; llevaba el blasón de la familia Arafat, una mamba negra en un campo escarlata, grabado en el pecho de su indumentaria.

    —¿Cuál es tu nombre, muchacho? —el Arafat afirmó llamarse Garman. Adel lo detalló, sin dudas era el primogénito de lord Gul Arafat y heredero de Tuna Escarlata —. Garman, ¿ves a esos niños y a esas mujeres en las cruces, no?

    —Sí... sí, mi... milord...

    —Mira los clavos en sus muñecas, tobillos, codos y rodillas. Ninguno de ellos volverá a caminar, no podrán sostener nada más pesado que una espiga de trigo, y eso solo si logran sobrevivir a la fiebre púrpura, que ya de por sí es casi imposible con esas heridas —el chico le miraba con la expresión de terror que tendría un conejo al ver un dragón —. ¿Tú sabes algún hechizo de curación? Porque, a decir verdad, no tienes pinta de mago, hijo. Sé que tu padre es un veterano y gran guerrero, pero jamás lo vi hacer un hechizo tampoco —trató de calmarse, ya había dejado su punto en claro —. Garman, para esos niños y mujeres esto será misericordia —aseguró, extendiéndole la lanza.

    Cincuenta hombres le acompañaron. Muchos no pudieron clavar las lanzas en los cuerpos de los condenados, otros retrocedieron al ver las inscripciones sobre sus cruces: Sirvienta de un rebelde. Castigo: perder la lengua, Hijo mayor de un rebelde. Castigo: degollar a su hermano, Hija menor de un rebelde. Castigo: ser violada por cincuenta soldados. «Maldición» repetía él una y otra vez dentro de su mente, la cruel reputación Suleiman Gadaff era conocida por todo Epimeteo, pero aquello sobrepasaba límites que Adel no estaba dispuesto a aceptar. Apenas acabaron, convocó a Jabir y sus demás generales a la tienda de campaña principal.

    —Es una locura, milord —lord Omar Valarafat de la Fortaleza del Alacrán fue el primero en replicar.

    —La locura sería pensar que lord Gadaff aceptará —siguió lady Dalia Zein de Oasis Zein—, tiene muros y más hombres, ¿por qué milord general Adel Zuhair cree que ese ruin sujeto aceptaría su propuesta?

    —Yo recomendaría a milord retirarnos y estudiar nuestras estrategias, quizá atraer más adeptos a nuestra causa —dijo lord Gul Arafat de Tuna Escarlata —. Después de lo de las cruces... muchos hombres tienen miedo de que eso le pase a sus familias.

    —Eso les pasará a sus familias si retrocedemos —espetó Adel, ya estaba cansado de escuchar tanta cháchara incipiente —, también les pasará si perdemos. Y si tenemos suerte a nosotros nos colgarán o decapitarán, a lady Zein la violarán antes, quién sabe, quizá hasta a nosotros nos violen un poco también —comentó, con una sonrisa fúnebre. A lady Zein le causó cierta gracia, aunque después se disculpó por reír; lord Valarafat se meneó en la silla con notoria incomodidad. Jabir no pronunció palabra alguna.

    »Mis lores, mi lady, no los llamé a acá para consultarles, mi decisión está tomada —aseguró y arrojó un pergamino sobre la mesa —. Es mi última voluntad, firmada y sellada. Si muero, sir Jabir Jarah ocupará el cargo de castellano de mis tierras que conforman la Cuna del Alacrán —todos los presentes, incluido el propio Jabir, mostraron una expresión de incredulidad —. Se encargará de buscar un esposo noble para mi hija Fátima, o delegará la función a alguien de su plena confianza, asimismo fungirá como comandante de esta revolución hasta que consigamos la victoria o hasta que los dioses decidan despegarlo del plano terrenal. Estaré con ustedes en fuerza y espíritu, camaradas. Jabir, acompáñame —ambos salieron de la carpa.

    Montaron a los varanocuervos y, cuando estaban a punto de llegar a su destino, Jabir preguntó:

    —¿Castellano de la Cuna del Alacrán, milord?

    —He combatido junto a cientos de soldados y, entre todos, tú eres el más leal, mi amigo —respondió él —quédate aquí. Si me disparan tendrás tiempo de huir —así lo hizo.

    Frente a Adel estaban las enormes murallas de Ryadkala. Lucían infinitamente más imponentes que a la distancia, hacía mucho tiempo que no las veía. Bajó del varanocuervo ondeando una bandera blanca, minutos después uno de los soldados que custodiaba la puerta llegó hasta él montado en un camello.

    —Soy Adel Zuhair, lord de la Cuna del Alacrán, general del ejercito sur en la Gran Guerra y comandante de la Revolución Bastiana —el soldado amagó que desenvainar su espada, él prosiguió: —Dile a Suleiman Gadaff que, como predican las antiguas tradiciones, le reto a resolver esto como hombres: combate uno a uno; que elija a su campeón o me enfrente él mismo en persona.



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