Recuerdo el día en que te conocí como si hubiese sido ayer, como si el tiempo se hubiera detenido. Fue un día glorioso en realidad, aquella mañana bendita en la que Dios cruzó nuestros caminos, para que entre los dos naciera el amor y la complicidad.
Luego llegó aquel día en que te pedí que emprendieras una aventura conmigo, una odisea que nos llevaría por altibajos, pero que prometía y promete ser vivida en compañía del otro por el resto de nuestras vidas. Tengo grabado en mi corazón y en mi memoria tu respuesta a mi propuesta, dijiste: “Si, y mil veces sí”. La sonrisa en mi rostro, y aquellos sentimientos de satisfacción y felicidad eran simplemente imposibles de ocultar.
Han pasado muchas lunas, casi no advertí como el tiempo se nos iba escapando de las manos. Ya acusamos el paso de los años en nuestros debilitados cuerpos, pero el amor y la fidelidad de uno por el otro siguen intactos. Y es que cuando una tarde de abril prometimos que estaríamos juntos hasta que la muerte nos separe, no era una expresión que tomaríamos a la ligera, era y es hasta ahora nuestra verdad y nuestra consigna.
Sin embargo, hoy nos encontramos aquí sentados, frente a este hospital, repleto de personas, que como tú y yo, han caído en las garras de una pandemia que llegó para desgraciar la vida de muchos, sin distingo, sin discriminación, sin piedad. Nos dicen que ya no hay cabida aquí para nosotros, y no tenemos otro lugar a donde ir, al menos no uno que sea accesible.
No sé si podamos salir de esta situación, no sé cuánto tiempo nos queda en este plano terrenal, lo que si sé es que pase lo que pase, tú y yo siempre estaremos juntos, no hay nada ni nadie que pueda separarnos después de tantos años compartiendo lo bueno y lo malo, saboreando lo dulce y lo agrio de la vida. Tú y yo seguiremos de la mano como una vez proclamamos con orgullo y con pasión… hasta que la muerte nos separe.
