Pirata Black (capítulo 5) Joly Roger


Samuel Bellamy fue un marinero inglés que buscó fortuna en las costas de América. En un giro de su vida, se convirtió en pirata, capturando muchas naves y amasando una gran fortuna. Es considerado el pirata más rico de la historia, su tesoro se estima en unos 120 millones de dólares. El siguiente relato se basa en la historia de Black Sam; apodo con el que se dio a conocer. Aunque varios de los nombres narrados aquí representan a personajes reales, algunos hechos no son necesariamente cronológicos y se han incluidos otros con fines artísticos y literarios.

Por G. J. Villegas

     El mar estaba especialmente picado la mañana siguiente. El maestre George se paseaba por el puente del timón esperando impaciente su cita con el capitán. Bellamy subió las escaleras con aire triunfante, dejando escapar una sonrisa al ver al maestre.
     —Buenos días, señor —saludó George con una ligera inclinación de cabeza.
     Samuel caminó un par de pasos por detrás de él. George se dio vuelta para seguirlo.
     —Maestre George… —dijo Bellamy haciendo una pausa. George mantenía una postura firme, con las manos en la espalda, pero con la mirada visiblemente confundida— Debo informarle de un cambio en nuestra forma de hacer negocios en el mar. Daremos por concluidos todos los viajes de exploración —agregó en tono grave—, sin embargo, esto no significa que las operaciones del Desidia lleguen a su fin. Solo habrá cambios que supongo afectarán a la tripulación actual.
     El maestre ladeó la cabeza, algo perdido entre las palabras del capitán.
     —¿Quiere decir, señor, que mandará al Diablo a esta tripulación? Disculpe mi lenguaje, solo quiero tenerlo claro.
     —Me parece que lo tiene bastante claro —replicó Samuel.
     George bajó los brazos, desanimado. Bellamy se dio vuelta para verlo y dijo:
     —¿No va usted a preguntar por qué?
     George se sorprendió por la pregunta.
     —Supongo, señor, que no hay más dinero para costear otra operación… supongo.
     —En eso tienen usted razón, pero no es el verdadero motivo del cambio.
     George se encogió de hombros.
     —Escúcheme, George, usted mejor que nadie entenderá que no es fácil obtener riquezas justas en este tiempo. Nuestra última expedición es un buen ejemplo de ello. No hay futuro para nosotros en la marina comercial, al menos no como comerciantes.
     —Supongo que es así señor —dijo George.
     —Williams y yo hemos decidido dedicarnos a otro tipo de negocio. Una clase de trabajo para la que necesitaremos una nueva tripulación. Usted será parte de ella, si se decide a aceptar.
     George dibujó una sonrisa en su rostro.
     —Desde luego capitán, cuente conmigo. ¡Maestre George a su servicio! ¡Ja!
     Bellamy lo miró con seriedad.
     —¿Acepta usted? Aún no le he explicado en qué consistirá la nueva tarea.
     George se rascó la barba, avergonzado.
     —Disculpe capitán, me emociono con facilidad.
     —Ya lo creo. Pero descuide, esa emoción puede ser útil. Tendrá que conseguirme una nueva tripulación, de pocos hombres, solo los necesarios para cumplir el trabajo. Creo que eso no supondrá un problema para usted, dadas sus credenciales actuales.
     George se rascó de nuevo la barba.
     —Exactamente… ¿en qué consistirá el trabajo, señor?
     Samuel lo sujetó por los hombros y lo miró fijamente.
     —No volveremos piratas.
     George bajó la mirada, y repitió en voz baja las palabras de Bellamy, como quien intenta memorizarlas. Lentamente fue hinchando su pecho, y con una gran sonrisa dijo:
     —¡Que me bese una sirena! ¡Es una excelente idea, señor!
     Samuel asintió.
     —Sabía que le gustaría el cambio. Ahora vaya, consígame unos diez hombres y tráigalos para entrevistarlos.
     —¡A la orden, capitán!
     —Y despida a los anteriores. No creo que quieran convertirse en piratas como nosotros.
     —Oh… ¿Yo?
     —Sí, usted. ¿Algún problema?
     George lo pensó un momento.
     —¡No señor, ningún problema! Volveré esta tarde con los candidatos —dio media vuelta y salió a toda prisa.
     Williams subía a bordo del balandro cargando unos mapas y otros documentos. George lo saludó con todas las cortesías, pero sin cruzar palabras adicionales.
     —Maestre George, me gustaría… —Paul intentó solicitar su ayuda con la pesada carga.
     —Desde luego señor, esta misma tarde le traeré su encargo —respondió George deprisa, sin dejarle completar la frase y bajando del barco.
     Williams quedó confundido. El capitán Bellamy reía mirando la escena desde el puente del timón.
     —¿A dónde va? —preguntó Williams.
     —A buscarnos otra tripulación —respondió Samuel.
     Williams pensó un momento y dijo:
     —Comprendo, entonces le ha gustado la idea de nuestro nuevo oficio.
     —Ha quedado maravillado. Ha aceptado hasta antes de explicárselo.
     —¿Qué? ¿Cómo?
     —No repares en mis palabras, sube y muéstrame lo que traes allí —lo invitó Samuel.
     Williams se dirigió a la cabina.
     —Será mejor que bajes, debes ver esto con cuidado.
     Samuel y Williams se sentaron alrededor de la mesa, dentro de la cabina del capitán.
     —¿Malas noticias? —inquirió Samuel.
     —Todo lo contrario —dijo Williams—, tenemos una oportunidad de oro que debemos aprovechar.
     Bellamy sonrió y tamborileo los dedos sobre la mesa.
     —Excelente, te escucho.
     Después de extender los mapas frente a él, señaló un punto en una ruta secundaria de comercio.
     —Aquí es donde encontraremos nuestro primer objetivo. Podemos interceptar un mercante que pasará por aquí mañana a mediodía —dijo Williams.
     —¿Cuál mercante, Paul? ¿De dónde sacaste todo esto?
     Paul se acercó al estante y sacó lo que quedaba de una botella de whisky. Samuel tomó dos vasos de una gaveta.
     —Conversé con un conocido en la oficina del puerto, y me enteré de un embarque valioso que transporta aceite. Estará en el punto que te señalé, mañana al mediodía. Es un balandro de poca eslora, lo cual es raro, pero será fácil abordarlo.
     —Espera Paul, ¿para qué vamos a robar aceite? —preguntó confundido Samuel.
     —No me entiendes, no estará cargado de aceite. Cuando lo abordemos, ya se encontrará de regreso a Holanda, con la paga en oro por su venta.
     Samuel bebió su whisky de un trago.
     —Estos documentos son solo para confirmar que la carga es correcta —dijo Paul enseñando unos registros.
     —¿De cuánto estamos hablando?
     —Mil onzas de oro —respondió Paul.
     —¿Mil onzas? ¡Diantres! Son como veinte kilogramos de oro.
     Williams bebió su whisky.
     —Veintiocho kilogramos, para ser más exactos —indicó.
     —¿Cómo se llama el barco?
     —Florencia… se llama Florencia —dijo Paul.
     —¡A por el Florencia entonces!
     —Pero debemos partir mañana por la mañana —señaló Paul, subiendo sus pies a la mesa
     —No será un problema —dijo Samuel complacido, imitando el gesto de Paul.

     Por la tarde, el clima había mejorado notablemente. Una brisa suave alentaba la calma de las olas. El maestre George había hecho un recorrido por los diferentes bares y antros ignominiosos que solía frecuentar en el Cabo Cod, a fin de conseguir los hombres más calificados.
     Pronto se apareció en cubierta acompañado de varios sujetos de aspecto sombrío y desaliñado, de un vocabulario pobre y vulgar, pero con desesperadas ansías de hacerse con un buen botín asaltando barcos mercantes.
     Los formó en fila frente a la cabina de Bellamy, Paul los hizo pasar de uno en uno para entrevistarlos rigurosamente.
     El primero fue Albert Steward, un sujeto fornido de buena estatura. Llevaba una sirena tatuada en su brazo derecho, la misma bajaba hasta su codo, donde terminaba la aleta de la cola. A pesar de la costumbre de usar casacas y chaquetas, Albert lucía una camisa de mangas muy cortas, quizá para comodidad de sus gruesos brazos.
     Su sombrero era peculiarmente parecido al de un capitán. Un par de pistolas adornaban su cintura, y una pequeña cadena colgaba por su pierna izquierda y se sujetaba con una cinta a su rodilla. Mantenía un rostro serio, ojos algo pequeños para su porte. Su barba era corta pero sin líneas definidas.
     Después de dar un vistazo largo y pausado. Paul, que estaba parado frente a él, preguntó:
     —¿Cuál es su nombre marinero?
     —Albert Steward, soy timonel, pero me llaman “Sick Albert” —dijo con voz oscura y ronca.
     —¿Cuánto tiempo lleva dedicado a la marina?
     —Desde muy joven, señor.
     Williams cruzó miradas con Samuel, se giró para ver a George y dijo:
     —¿Le ha explicado el maestre George la naturaleza del trabajo para el que se le requiere?
     El timonel sonrió mientras asentía.
     —¿Qué le hace gracia? —preguntó Bellamy desde su silla, muy seriamente.
     —¿Disculpe, señor? —dijo Albert confundido.
     —Usted… se ríe al pensar en el trabajo que le ofrezco —espetó Samuel—. ¿Por qué?
     —Ah… No es por nada… Yo… no tenía la intención, señor —balbuceó el timonel—. Es que el señor… —señaló a Paul— habla con mucha elegancia, y eso me gusta, señor.
     —Bien —dijo Bellamy— porque tendrá muchas ocasiones para escuchar la voz elegante del primer oficial de esta nave, el señor Paul Williams.
     Albert asintió inmediatamente.
     —¿Ha navegado por el Caribe? —preguntó Paul.
     —Sí señor, muchas veces, me he enfrentado a tormentas asesinas, además.
     —¿Tormentas asesinas?... Explíquese —le ordeno Paul.
     —¡Huracanes! —intervino George— ¡Los asesinos de agosto!
     —Comprendo —dijo Paul—. ¿Ha asaltado muchos barcos?
     Albert hinchó el pecho orgulloso para responder.
     —Varios, señor.
     —Entonces sabe que la paga dependerá de las capturas que logremos —señaló Samuel y agregó—: Que el trabajo será duro y exigente.
     Paul se adelantó unos pasos, e hizo un gesto pensativo.
     —Dígame… Albert, ¿qué le ocurrió al último barco en que sirvió?
     —¿El Totem?... Ah… fue hundido por otro barco pirata, señor.
     —¿Cómo escapó usted? —preguntó Samuel.
     —Ah… algunos logramos nadar hasta una isla… suele pasar, señor.
     Samuel y Paul cruzaron miradas.
     —¿Quiere saber algo más señor Williams? —preguntó el capitán Bellamy.
     Williams negó con la cabeza.
     —Entonces —celebró el capitán—, Sick Albert, bienvenido a la tripulación del Desidia.
     —¡Gracias señor, no se arrepentirá! —exclamó el timonel con optimismo.
     —Eso espero… —musitó Samuel.
     El maestre George salió de la cabina, y regresó acompañado de otro sujeto, muy diferente al primero. Era delgado, con una nariz particularmente larga. Sus ojos eran tan azules como como un cielo despejado, pero totalmente bizco, sobre todo del ojo izquierdo. No dejaba de mirar por toda la habitación, como si buscara algo. Un viejo rifle colgaba de su hombro.
     Williams mantuvo el mismo porte severo y solemne en su entrevista.
     —Indique su nombre —dijo Paul.
     —Olson… Claude… Claude Olson —dijo con torpeza.
     —Olson es un bucanero —lo interrumpió George.
     —¿Bucanero? —preguntó Williams.
     George y Olson asintieron. Samuel y Williams clavaron su mirada en los ojos bizcos de Olson.
     —¿Qué tan buena es su puntería, señor Olson? —inquirió Bellamy.
     —Muy buena, puedo acertar a gran distancia —respondió sujetando con firmeza su rifle.
     Paul continuó el interrogatorio.
     —¿En cuales otras embarcaciones ha…?
     —También soy bueno con el trabuco, señor —lo interrumpió Olson.
     —Oh sí, muy bueno, ¡Ja! —agregó George con su risa característica.
     —¿Trabuco? —Samuel enarcó las cejas.
     —Sí, señor, para ataques fuertes y decididos —respondió Olson.
     Samuel buscó su whisky.
     —¿En cuales embarcaciones sirvió usted antes? —preguntó Paul alzando un poco la voz, como queriendo poner fin a las interrupciones.
     —Ah… en varios, señor, el balandro Azucena, La Perla… y la isla Española, fue allí donde me hice bucanero.
     —¿Cazaba usted jabalíes? —interrumpió de nuevo Bellamy.
     Williams se mostró incómodo, aclarando su garganta.
     —Disculpe señor Williams —dijo Samuel desviando la mirada—, continúe usted la entrevista.
     Paul se giró para mirar a Olson.
     —¿Lo hacía usted? —preguntó.
     —¿Perdón?
     —Cazar jabalíes, ¿era usted cazador? —preguntó con interés Paul.
     —Sí, señor, eso hace un bucanero, soy bueno con el rifle.
     Bellamy hizo un gesto de aprobación.
     —Perfecto señor Olson, su paga dependerá del botín de cada captura, tal como lo manda la ley pirata —señaló Williams—. Si no tiene usted objeción… sea bienvenido a la tripulación del Desidia.
     —Me siento honrado, señor… de estar a su servicio —dijo Olson con una reverencia, y salió de la cabina.
     George trajo delante de Bellamy a algunos hombres más, todos con el mismo aspecto descuidado de un delincuente de poca monta, marineros listos para aventurarse en peligrosas misiones de abordaje pirata, sedientos de riquezas fáciles y de los placeres que estas pueden comprar.

     —Maestre, ordene a la tripulación que se aliste para esta noche, saldremos mañana temprano —dijo el capitán Bellamy desde su mesa. Escribía algo en un papel a toda prisa.
     —La nave está casi lista, señor —señaló Williams.
     Bellamy alargo la mano para entregarle la nota a George.
     —Encárguese de esto cuanto antes. Esta noche, después de la cena, me dirigiré a la tripulación —dijo Samuel.
     George miró la nota unos segundos, y luego de asentir con la cabeza, en su rostro se hizo visible una sonrisa.
     —¡A la orden, capitán!
     El maestre salió apresurado a cumplir el encargo.
     —¿Compartirás conmigo el contenido de tu nota secreta? —preguntó Paul.
     —No es una nota secreta —replicó Bellamy—. Pero compartiré su contenido contigo, así como lo que resta de esta botella de whisky —dijo acercándole una silla.
     —Tengo algunas amistades bastante útiles en este puerto. Les he pedido que me faciliten algunas armas y municiones para nuestra actividad.
     Williams estuvo conforme con la respuesta, pero su mirada era muy reflexiva. Pensaba en los posibles nombres de aquellos habitantes del puerto, dispuestos a dotar de armamento a su amigo Samuel con solo leer su nota. Una leve sensación de peligro comenzó a apoderarse de él al imaginar que alguien pudiera delatarlos antes de que abandonaran Cabo Cod, pero apartó esos pensamientos, y se concentró en saborear el sorbo de whisky que le ofreciera Samuel.
     Transcurridas algunas horas, George abordó al Desidia, acompañado de un hombre de aspecto severo, por su vestimenta parecía que no quería ser reconocido por nadie. Comenzaron a subir unas cajas y algunos costales muy pesados. Williams entendió que se trataba del “encargo” de Samuel.
     Bellamy se asomó a la entrada de la cabina al escuchar la faena. George lo miró y le dijo:
     —Ocurrió todo tal como usted dijo, señor.
     Samuel asintió muy complacido.
     Subieron todas las cajas, y el acompañante de George se acercó a la cabina del capitán. Samuel lo dejó pasar, y Williams siguió tras ellos para conocer la identidad del sujeto.
     —¿Estás disfrazado, Andrés? —preguntó Bellamy.
     —Por supuesto, no puedo dejar que me reconozcan —respondió.
     —¿Andrés? —preguntó Paul con una mezcla de asombro y alegría.
     —Sí, amigo mío, el mismo Andrés de siempre —replicó el hombre, y se volvió hacia Samuel para preguntar—: ¿Seguro que partimos mañana temprano? De no ser así, seguro me buscarán y me meterán a la cárcel.
     —Pierde cuidado, saldremos a primera hora de la madrugada —aseguró Bellamy.
     —¿Te unes a nosotros? —preguntó Paul.
     Andrés levantó los brazos.
     —Heme aquí Williams, estaré a cargo de su bodega de armas al parecer —dijo dándole un abrazo a Paul.
     —Luego nos pondremos al corriente, hay mucho que hacer por ahora —dijo Samuel.
     —¿De que hablas? —replicó Paul— todo está casi listo.
     —Sí, lo sé, pero aún falta cenar, y que escuchen mi discurso inaugural.
     Paul y Andrés cruzaron miradas de asombro.
     —Solo quiero saber una cosa Andrés, ¿tu madre me envió lo que le pedí?
     —No sé qué le pediste, no quiso decirme, pero envió un paquete para ti.
     —¡Perfecto! —dijo Bellamy entusiasmado.
     Entrada la noche, luego de cenar, el puerto de Cabo Cod quedó en un profundo silencio. Las aguas estaban calmadas, y la luna brillaba radiante, pincelada por algunas nubes. Parecía como si la gente se hubiera retirado para darles privacidad. Samuel se ubicó en el puente del timón. A su lado estaba Paul, cerca de las escaleras.
     Todos los demás hombres le miraban desde la cubierta con interés. Samuel reposó sus manos en la baranda del puente, y comenzó su discurso:
     —Estimados colegas marineros. Todos nosotros somos victimas de un sistema que nos oprime y nos empuja a la miseria. Una miseria asquerosa y dolorosa que trunca nuestros sueños de gloria y tranquilidad.
     »Intentamos vivir según las intrincadas reglas de una sociedad decadente y miserable. Pero no nos dieron la oportunidad de prosperar. ¿Por qué? ¿Acaso fue la suerte la que jugó en nuestra contra? ¡No!... ¿Acaso fue nuestro linaje? ¡Nada de eso! Estaría conforme si alguna de estas dos opciones reflejase la razón de nuestra angustiosa situación. La culpable es la codicia… la absurda codicia de hombres que esperan demasiado de otros hombres, que nos obligan a trabajar como asnos para guardar apariencias de nobleza que no son necesarias para la vida… ni para el amor.
     »Hombres codiciosos que no sienten compasión a la hora de clavar sus dientes en los bolsillos secos y desgastados de marineros decentes como nosotros. Pero ahora, hemos decidido devolverles el favor, y tomar lo que nos corresponde del botín mal ganado de sus sucios tratos. Ahora serán ellos los que sentirán el pavor de ver nuestros rostros al saber que les quitaremos su oro, sus riquezas… y hasta sus mujeres.
     Los hombres gritaron jubilosos al escuchar esta última frase.
     —Hoy comemos pan duro y sin sabor —continuó Bellamy con una pasión desbordante—, mañana comeremos manjares dignos de reyes. Hoy bebemos ron mezclado con agua… mañana beberemos whisky de la mejor calidad. Hoy, nuestros adornos son cadenas y huesos de animales colgando en nuestros cuellos, mañana, nos adornaremos con aretes y collares de oro puro… saqueado de las bodegas de esos malditos mercantes.
     La algarabía de los hombres era ensordecedora. Samuel se veía magnánimo, paseando de un lado al otro del barandín del puente del timonel, con la cabeza en alto, alentando a sus marineros a la piratería.
     —Mañana, a esta misma hora, estaremos celebrando sobre esta cubierta la victoria célebre que obtendremos frente a nuestro primer saqueo. Imaginen el botín que podrán obtener si se entregan con ardor y obediencia al trabajo. No hay lugar para los cobardes y los débiles. Mañana veremos sangre y entrañas esparcidas por nuestras manos, también veremos el brillo dorado de la fortuna.
     »¡Ánimo mis piratas! ¡Demuestren que merecen su lugar en este barco!
     Los hombres levantaron sus puños, y gritaron en gesto de victoria.
     —Primer oficial Williams —dijo Samuel con voz de mando—, fije las guardias para la vigilancia.
     —¡A la orden capitán! —respondió Paul.
     La tripulación se dispersó por todo el balandro a la orden del primer oficial, cada quien a su trabajo asignado. Luego Paul, George y Bellamy se reunieron en la cubierta para tratar un último asunto importante.
     —Gran discurso capitán —lo felicitó Paul—, ha inspirado a los marineros de seguro.
     George asentía con la cabeza.
     —¿Puedo preguntar ahora, que estamos en este mástil, sobre el color de la bandera que ondeará este barco? —inquirió Williams.
     —Algunos barcos piratas izan una bandera roja, señor —señaló George.
     —Nosotros no izaremos banderas rojas, maestre. He decidido que, si vamos a hacer esto, lo haremos correctamente, con clase y determinación —declaró Bellamy—. Aquí viene Andrés, precisamente con el paquete que deseaba mostrarles.
     Andrés le entregó un grueso de tela bien envuelto.
     —Esta será nuestra bandera —dijo el capitán orgullosamente, y extendió delante de ellos una larga tela color negro, con un dibujo blanco de calavera con dos espadas cruzadas.
     —¡Oh, una autentica bandera pirata! —expresó con asombro el maestre.
     —Así es George. A partir de ahora la izaremos en nuestro barco, y causará temor en el corazón de nuestras víctimas —espetó Samuel.
     —Esta bandera tiene un nombre, ¿cierto? —preguntó Paul.
     Samuel miró al maestre y a su amigo Andrés como esperando una respuesta. Los hombres se encogieron de hombros.
     —Recuerden este nombre, caballeros —dijo en tono sermoneador—. Un verdadero pirata debe saber cómo se llama su bandera. Esta es la Joly Roger.

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Escrito original de G. J. Villegas @latino.romano


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