El Mercado Viejo (Capítulo de una novela. 1 de 2)

Saludos, gente de Hive. Hoy quiero publicar un capítulo de mi novela El discreto enemigo, editada originalmente en 2001 y reeditada en 2016. Publicar fragmentos de una novela siempre es problemático, porque la historia necesariamente quedará inconclusa, pero al mismo tiempo sirve para mostrar aspectos del estilo o del universo de la obra. De todas maneras, escogí un fragmento más o menos cerrado para minimizar los inconvenientes. Espero que les guste.
Aprovecho para agradecer a #Cervantes por la oportunidad de publicar en su comunidad.

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Fuente

No fue buena idea buscar al Pollino, yo lo sabía y lo dije, ese carajo está muy dañado y además no nos hace falta, pero por primera vez en su vida el marido de la Gorda decidió defender su opinión y, creo, le debía algún favor al carajo ese. Más raro aún, la Gorda le hizo caso a su marido y no se discutió más. A golpe de las doce de la noche fui a buscarlo al puente de la avenida Bermúdez, su territorio. Como siempre, deambulando en los alrededores había un grupo de niños y niñas, de nueve, diez, doce años, buscando pelea a los borrachos, drogándose con cola y vendiéndose a quien fuera tan incauto para querer comprarlos. Pregunté a uno de ellos −una sombra, una nada en las ropas oscuras de mugre− dónde encontrarlo y señaló con el brazo extendido hacia el Mercado Viejo.

“Bueno”, dije, “¿dónde más?” Por suerte, no estaba bajo el puente, en esa franja de tierra húmeda entre el río apestoso y la muralla que servía para contener las aguas en las épocas de crecidas. Allí, muchos de los niños y sus protectores tenían sus guaridas, sus puertos seguros, para ocultarse, para resguardar de la policía el producto de los robos, los hurtos que servían para comprar droga y comida, un terreno disputado a las ratas y a los borrachos que bajaban a hacer sus necesidades.
Crucé la plaza Miranda con su extraña fuente en forma de torta de cumpleaños de concreto y me dirigí al puente de la calle Mariño. A la derecha, a cincuenta metros del río, estaba el Mercado Viejo, su estructura de cemento gris tenía un tenue resplandor en la oscuridad, a la luz de la luna aparecida sobre los árboles de la ribera.

Muchas veces, siendo niño, recorrí con mi madre sus instalaciones, los puestos de verduras, la alta nave con la pared de mosaico blanco de las carnicerías, las ventas de pescado y sus olores penetrantes hasta el mareo, los jarros de vidrio transparente donde un hombre de grandes bigotes guardaba la limonada, la chicha, el jugo de guayaba, de melón, y los vendía a los niños en vasos de cartón parafinado. En la adolescencia, a los dieciocho, a los veinte años, luego de las primeras borracheras, era el sitio de la madrugada para esperar la salida del sol mientras engullíamos, entre risas, un hervido de pescado o una rueda de cabaña frita con arepas, plátanos y aguacate.

Nada de eso estaba presente en el muerto edificio, gigantesco en su soledad y en las sombras que lo rodeaban, al que me acercaba. Sabía, sin embargo, que no estaba muerto del todo, nunca nada lo está, aun lo que nos parece más alejado de la vida, en la piedra, en la podredumbre, habita una vida parasitaria que carcome y se transforma.

El Mercado Viejo parecía desgajado del entorno de casas decrépitas y negocios venidos a menos, abandonados a sus propias fuerzas de desgaste y erosión. Falsa impresión: en su interior hallaban refugio todos los que la ciudad no encontraba dónde colocar. Borrachos que habían perdido el camino a sus casas; locos escapados o expulsados de sus familias; niños golpeados por sus padres o hermanos hasta convencerse de que era más fácil sobrevivir en la calle, pidiendo limosnas casi siempre, atracando con picos de botella cuando se podía; prostitutas de once años; pequeños vendedores de drogas; enfermos de sida, sífilis y tuberculosis: una activa sociedad fantasmal, moribunda, con sus reglas y procedimientos, lealtades y traiciones. Aquí no entraban los trabajadores sociales de la gobernación, los inspectores de sanidad de la alcaldía, los cobradores de impuestos, los vendedores de parcelas en el cementerio, ni los representantes de la Fundación del Niño; la policía, de vez en cuando, podía permitirse atravesar sus muros, y solo cuando venía a hacer negocios.

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GRACIAS POR SU LECTURA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

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