La cadena, ahora lubricada con arena, suena a la par de los latidos. La mente viaja en reposo, mientras la respiración acelera tan rápido como los pedales que pretenden romper al aire para hallar adrenalina.
Me muevo en picada levantando sedimentos. La vía está seca, la sien sudada y oigo a la brisa quebrarse en dos para dejarme pasar sin tanta resistencia como la que ofrece el áspero suelo.
Libertad en descenso, pero es miedo en realidad a caer, temor a tropezar y volverte pedazos, sí, eso sientes cuando atinas al correcto equilibrio del timón, es que sabes que puedes herirte, sientes que te precipitas sobre el borde de un abismo, e imaginas, anhelas, que el golpe no sea duro y que la sangre sea dulce si te levantas y amargas si no lo haces.
Es divina la presión y el desespero de la velocidad, es adictiva, porque pese al casco y la ropa que disipan el dolor, solo aceleras y viajas más durante los cinco segundos que dura el trayecto de aquella bajada, que en los 10 minutos en los que vas cuesta arriba.
Cinco segundos, quizás seis, duró el pequeño laberinto que descifré. Salí ileso tras ganarle al momentáneo vacío que irrumpió en mi estómago y luego terminó siendo un suspiro de alivio.
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